Las ciudades de frontera a menudo me hacen pensar en espacios poco definidos, a mitad de camino entre identidades impuestas por banderas, lugares de atmósfera lúgubre e industrial. Y Hendaya no iba a ser una excepción, aunque por fortuna los esquemas mentales y los prejuicios están para destrozarlos.
Como si se tratara del origen de una imaginaria bisectriz trazada en el Golfo de Vizcaya, el río Bidasoa se escurre entre Irún y Hendaya por debajo del puente de Santiago hasta la plácida Bahía de Txingudi, regalándonos, desde el lado francés, las estupendas vistas de Hondarribia- Fuenterrabía-: un paisaje de mástiles flotando en reposo, tejas rojizas con la montaña de Jaizkíbel al fondo.
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Salvando el enorme espacio ferroviario e industrial de la ciudad- ¿cómo lo hacen en Europa para segregar tan bien las zonas residenciales de las productivas?-, la ciudad se divide en tres áreas: el núcleo urbano antiguo, de trazado caótico, estructura compacta y amarre de barcas pesqueras, totalmente protegido de los temporales por la bahía; la zona residencial, plagada de viviendas unifamiliares y espacios verdes antesala de montes y prados; y, como no, junto a la inmensa playa, las calles, hoteles y casas de alquiler para los turistas, con el típico paseo marítimo de bares y terrazas, rotondas y edificios de apartamentos apelmazados. Todo aderezado con ese toque francés, entre presumido y presuntuoso, que tan agradable resulta cuando se respira temporada baja.
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En el límite de la ciudad, frente a las rocas conocidas como les Deux Jumeaux, entre masas de árboles y con el atractivo añadido de los acantilados y playas inaccesibles, se esconde le Chateau d'Abbadia, como si de repente nos hubiesen transportado a la campiña inglesa.
Lo tengo muy claro, si yo fuese francés estaría muy orgulloso del esmero que ponen por cuidar sus pueblos y ciudades.