24 de abril de 2012

Calmas de playa

Para alguien que lleva poco en la sangre el gen playero, la temporada alta es tiempo de huida. No me gusta masticar la arena que sacude el de al lado, pelear por un centímetro con la señora de los crucigramas, aguantar el humo del barrigón que come pipas o la basura musical del niñato de turno. El panorama es menos alentador con la magnífica ruina urbanística que el desarrollismo primero y el boom inmobiliario después han dejado a pie y a legua de playa.
Las prefiero solitarias y olvidadas, haga buen o mal tiempo, entre Octubre y Abril. Si el día está nublado y con viento rebosan fuerza y recogimiento, una energía melancólica que invita a la intimidad- en pareja a compartir proyectos y emociones-; si brilla el sol es momento de quitarse los calcetines y tomar asiento en la arena, cerrar los ojos y escuchar las olas, sólo rotas por el ladrido de algún pastor alemán encabritado con su dueño... o por un caniche molesto.
La suciedad que puebla las playas de Barcelona es tan apabullante como la masa urbana, cuya área de influencia no deja de sentirse hasta casi el contacto con la provincia de Girona. Es ahí donde aún quedan barrios de pescadores y masas de pinos autóctonos; donde las rocas empiezan a recortar el mar para que los cormoranes hagan familia; y donde el islote de Sa Palomera (Blanes), simbólicamente, abre las puertas de la Costa Brava para que después de nueve meses- cada año- la masa humana ocupe las viviendas que han dejado tullido a un paisaje litoral impresionante: esas riquezas naturales que no tienen valor calculado.

17 de abril de 2012

Friburgo, verde de serie

Siempre aparentan tener algo que decir, desde que el alba despierta las primeras sombras sobre los tejados, hasta que el crepúsculo poniente declina sus vagas luces entre las suaves colinas alzadas en verde. Son los puntos fijos de este Sur, alemán, que abre- aquí- el telón de la Selva Negra.
Como niños que pelean por una piñata, los dos titanes de Friburgo- la torre de Schlossberg y su catedral gótica- muestran con desdén sus radicales fuerzas de piedra, madera y metal, robustas simetrías que sólo el bosque y las calles viejas consiguen apaciguar. Igual que en una partida de ajedrez, las viejas puertas de acceso a la ciudadela amurallada cumplen su papel estratégico (Suabos, Martin y Breisach): durante la noche todo queda tan tranquilo que hasta un ratón husmeando puede escucharse desde lejos.
El suelo empedrado es una alfombra para las costuras de hierro que mueven a esta ciudad universitaria, heterogénea y feliz, final de trayecto para el repiqueteo del tranvía y de su campanilla juguetona; un vivo masaje para las mil y una bicicletas; una excusa tras la que esconder canaletas de agua tan fresca como el primer aire de la mañana. Delicioso strudel.

10 de abril de 2012

Estrasburgo, lady Europa

Si con un mapa en la pared cualquiera intenta hacer diana en el centro de la Europa clásica, las posibilidades de aprender dónde se encuentra Estrasburgo son elevadas. No es casualidad que la capital de Alsacia sea sede de importantes instituciones internaciones desde que hace casi un siglo las inventamos, como el Consejo de Europa.
Su estratégica ubicación es equidistante del Mar del Norte y del Mediterráneo, de Zurich y Luxemburgo, París o Milán, Ginebra o Bruselas. Excéntrica al núcleo de las grandes capitales, pero en el camino de una vía fluvial vital- el río Rin, navegable en 883 de sus 1.230 km desde los Alpes hasta la llanura atlántica-, al borde de Alemania y Suiza, y con todo lo que se le pide a una gran ciudad: universidad, cultura, industria, centros de decisión y delicadeza.
La ciudad, atenta y tradicionalmente dependiente de las crecidas fluviales en un relieve tan sencillo como apagar la luz, se configura según los caprichos del río Ill-antes de tributar al Rin- y todo su sistema hídrico, del que una miríada de canales ha formado islas sobre las que crecer el tejido urbano, como la Grande Ile... y una catedral gótica tan alta que hasta los pájaros se cansan por subirla, tan extraordinaria que el reloj astronómico que contiene se siente insípido en su vanidad, y tan omnipresente en el paisaje que el calificativo de Patrimonio de la Humanidad para su centro histórico pasa de puntillas.
De esa abundancia de agua, los puentes y jardines surgen como la fruta fresca, vívidos y deliciosos. Sus flores y las fachadas con retoques en madera dando la cara a los canales, tienen otra explicación: la del gusto, como esa Petit France maquillada para su enésimo acto con tanta delicadeza y dulzura que sólo le falta bastidor y lienzo para ser impresionista.

3 de abril de 2012

Laridae

En un alarde de elocuencia y economía del lenguaje uno dijo que las palomas son las ratas del aire.

Que las ciudades son un punto de encuentro y acumulación de suciedad y residuos no escapa a nadie, igual que la asquerosidad de las palomas urbanas las hace merecedoras de un estampa sellos tamaño de elefante. Por glotonas están gordas y casi impedidas para volar; comen cualquier cosa, ser u objeto que encuentren en el suelo o lo que caiga de las manos de unos cuantos insensatos. La mitad están cojas o con mutaciones, y lo llenan todo de mierda tóxica, seguramente, colmada de radiactividad. El siguiente escalón en la codicia alimentaria y en la lucha por la ciudad lo ocupan las molestísimas cotorras y las gaviotas- mejor no hablar de sus deposiciones-.
Sin embargo, el cuento cambia de apariencia cuando éstas se encuentran en un hábitat menos bañado por el hormigón: espacios marítimos con rocas y acantilados donde posarse y chillar, empujarse y despegar para planear hasta el siguiente farallón. Siempre le dan un aspecto bucólico a la puesta de sol, pero no nos engañemos, nuestra percepción está alterada por la relajación que nos reportan las olas y un paisaje medianamente natural; si pudiesen nos quitaban hasta los empastes...
El control de determinadas especies en las ciudades es cuestión de higiene, porque nunca he escuchado a nadie pidiendo que le suelten un muñeco de barro desde el cuarto.