El lunes, de camino al trabajo poco antes de las seis de la mañana, me fijé en una devastada fachada de esas cuyas fotos llevan tiempo aguardando, y lo que vi fue sorprendente: el ahorcamiento de una paloma, una de las muchas y asquerosas que coexisten con nosotros y el asfalto. Pensé que no tardarían mucho en retirarla y que debía darme prisa en fotografiarla si no quería perder semejante oportunidad de crítica a la higiene y estética de las ciudades.
El viernes, ayer mismo, aún seguía ahí, sobre las cabezas de los peatones y junto a la terraza de una cafetería. Inadvertida, invisible. Como es lógico, ponerme a hacer fotos, allí donde a simple vista no hay nada más que la desidia cotidiana, despertó la curiosidad de la gente, que empezó a fijarse. Alguno preguntó por qué lo hacía- al fin y al cabo no era un coche de lujo, ni un famoso deportista o un "top ten" de guía turística-, como si tener una paloma muerta a dos metros sobre su aparato digestivo no fuese motivo suficiente para la crítica, como si un colchón de plumón y mugre no fuese un ejemplo evidente de lo que tenemos que aguantar los que pagamos impuestos.
Siento lo desagradable de la escena, el mensajero nunca es el culpable.