Cualquier cosa excepto un ambiente opresivo, eso es lo que puedes sentir en el Parque Nacional del Teide, un tesoro de incalculable valor geológico, ambiental y paisajístico. Un espacio abierto sin límites, lleno de rarezas y excepciones a lo cotidiano. Visible desde todas partes, con vistas al mundo entero. Su zona más concurrida y ajetreada son las Cañadas, un peculiar circo resultado de sucesivos colapsos verticales de antiguos mastodontes volcánicos, atravesada por una carretera deseosa de recibir autobuses atestados de rusos y alemanes que por un día cambian el chip del chiringuito por el de las piedras. Allí, durante mucho tiempo, puedes entretenerte y sorprenderte por encima de 2.000 metros de altitud... que se dice pronto.
Abajo quedan la masa grotesca de adosados, hoteles y rotondas que ha descuartizado el litoral, la tupida corona forestal de pino canario sobre las laderas de la montaña más alta de España, e incluso el manto de nubes, en constante sube y baja gracias al trajín de los vientos alisios en la cara Norte de Tenerife.
Arriba, bajo un perfecto cielo abierto, se despatarra un ambiente rojo y negro, lleno de ceniza y piedras lunares, campos de lava, cráteres y laderas hechas migajones por las erupciones de un monstruo que se levanta hasta 7.500 metros sobre el lecho marino.
El Teide es único no solo por su altitud- ya de por si excepcional en su entorno-, sino también por su volumen, sus formas, sus singularidades bioclimáticas y geológicas, el carácter de sus paisajes y la fuerza de su sola presencia en medio de la inmensidad; una clase de Geografía
de pe a pa, rica en contrastes, singularidades y diversidad, condicionantes, cambios y adaptaciones, desde el mar hasta la cumbre. Por algo es Parque Nacional desde 1954.
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