Fue un viaje para descubrir y conocer muchos lugares, pero con el paso del tiempo nos damos cuenta de que sirvió para guardar recuerdos en un cofre que poder ir abriendo de vez en cuando, inesperadamente. Y tan intensos son que nunca nos hizo falta ver el vídeo que grabó la abuela aquellos días- nunca pudimos hacer acopio de tanta fuerza-, ni siquiera echar un vistazo a unas fotos a las que sólo dos décadas más tarde somos inmunes.
Veinte años después de aquel viaje volvimos a reencontrarnos con Munich, pero sobre todo con la Marienplatz, como si hubiese una fuerza superior que nos llevase hasta allí para recordarnos lo que somos. La ciudad seguía espléndida a orillas del río Isar, con ese aire de fresca libertad que da el verano y que los bávaros aprovechan haciendo correr la cerveza.
Porque las lágrimas no son malas compañeras cuando nos recuerdan a los que nos han hecho felices y ya no están, ahora sonreímos y rebosamos con los nuevos que han llegado para renovarnos las fuerzas.
Este post está dedicado a la memoria de mi padre, por mucho que pase el tiempo.
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