Nos retorcimos y desperezamos dentro de los sacos. En la casa todo seguía tranquilo; nadie había cogido aún uno de esos cientos de libros que poblaban las estanterías, repletos de historias, fotos y mapas islandeses. La habitación estaba llena de luz y algo agitaba nuestros corazones. Los rayos del sol se escapaban por entre las nubes y no hacía falta descorrer la tibia cortina para darse cuenta de ello; el cielo volvía a mostrar pellizcos azules y las nubes podían ser algo más que compactos macizos negruzcos. Algo estaba cambiando sobre Kópasker, uno de esos pueblos con cuarenta viviendas, cuarenta jardines y cuarenta bicicletas apoyadas junto a la puerta, un surtidor de gasolina, un puerto y alguna industria de transformación.
A estas alturas, decir que preveíamos un día intenso parece broma, pero la realidad era que lo habíamos marcado con un color especial en el calendario y el mapa. Nos esperaban el avistamiento de cetáceos y una zona volcánica y geotérmica, origen ésta de todos mis trastornos posteriores.
No suelo hacer mucho caso de los folletos turísticos ni de lo que se anuncia con fanfarria; más bien soy reacio, pero a veces, vete tú a saber por qué, hay que pasar por el aro.
Habíamos pagado 68€ (nada de coronas islandesas) por persona para cuatro horas de navegación en un viejo y restaurado velero que incluían: avistamiento de ballenas rorcuales, jorobadas e incluso azules en Skjálfandi, una bahía de origen glaciar y hoy desembocadura de ríos salmoneros; aproximación a la colonia de
frailecillos que anida en la isla Lundey; "north sailing" (navegar a ratos sin motor y zamarreando cabos y velamen); y un dulce con chocolate caliente, chorreón de licor voluntario. Se incluía la ropa de abrigo. El principal reclamo eran las ballenas y sus acrobacias, pero a duras penas vimos a lo lejos el lomo o la aleta caudal de alguna, mientras las perseguíamos cual niño detrás de una pelota. Las aves, como es lógico, salián despavoridas cuando se acercaba la embarcación.
No era un mal día de mar, pero tampoco su superficie un pellejo estirado. Los mareos, como los bostezos, se contagiaron por segundos: ¡papillas a babor! Muchos, tal vez todos, salimos de allí con la sensación de haber tirado el dinero, de que por cada pasajero que ve una ballena bailar
break-dance, hay quinientos- o mil, o diezmil- que recordarán toda su vida cómo sonreía agradecido el empleado que le cobró. "Será inolvidable", dicen los folletos. También será cuestión de suerte, que no tuvimos, aunque ellos contabilicen esos chepazos como avistamiento igual que un triple mortal carpado: 99% de éxito, también dicen. Húsavík, un próspero y acicalado pueblo costero, vive- y bien- de éste y otros negocios turísticos que crecen al son del mar.
Moraleja: parece dogmático que como turista tengas siempre que soportar precios abusivos. Previo aviso, se puede evitar. Si estás cerca de Húsavík visita el pueblo, el puerto, su museo de las ballenas, el de los falos si eres curioso y tienes tiempo... y huye al lago Mývatn y sus alrededores: está cerca, es gratis, inolvidable, dificilmente descriptible y, probablemente, será uno de los lugares más radicales que visites en tu vida. El Krafla retumbará para siempre en tu cabeza.
para mí fueron 4 horas perdidas, en las que perdí, literalmente, mucha hidratación, por decirlo de algún modo... Sin embargo tus fotos, como siempre, hacen que mereciera la pena aquél ratito, y ¡había que probar!
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