Goðafoss, la cascada de los dioses, era el enésimo ejemplo de torrente masivo, ingobernable; una pared vertical con forma semicircular por la que se desploman miles de litros de agua sin cesar, igual que los dioses paganos arrojados por los islandeses al acoger el cristianismo allá por el año 1000, según las sagas nórdicas. Otra vez el sonido ronco que obliga a levantar la voz para hablar con el de al lado, de nuevo esa mirada de sorpresa, fascinación, asombro... en otro recodo de la carretera.
De allí nos dirigimos a Akureyri, la segunda área urbana más importante del país tras Reykjavík y su zona de influencia, con poco más de 17.000 almas. Situada al fondo del profundo Eyjafjörður y encajonada entre montañas salpicadas de granjas, tiene el aspecto del lugar perfecto para pasear durante la jubilación, respirar aire fresco y salir a pescar- arenques, bacalao o un resfriado-. Desde luego no pudo haber mejor colofón para un intenso día de naturaleza: antes de caer derrengados disfrutamos de una agradable caminata entre elegantes casas de colores suaves, maquilladas por la mágica luz del sol de medianoche, con sus sombras infinitas y sus tonos dorados engalanando el fiordo.
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