Nadie presume tanto de su ciudad como un sevillano. Y a ninguno como a un sevillano le gusta más que le recuerden lo bonita que es su ciudad. Eso seguro. O dicho de otra forma, es difícil que exista alguien más encerrado en su mundo que un vecino del Guadalquivir y la Giralda.
El segundo razonamiento puede ser una paja mental mía, pero el primero tiene su lógica: Sevilla es monumental como pocas ciudades en el mundo, su gente derrocha desparpajo y alegría, tiene un clima agradable durante diez meses al año y un inmenso casco antiguo del que brota la Historia en cada esquina. Eso es lo que ve el turista, pero...
Pero como toda ciudad española y mediterránea, tiene su trastienda, su urbanismo pobre, su suciedad y su periferia, esos lugares donde todo se desordena y donde cualquier cosa que pueda hacerse mal, se hará mal.
Yo no soy amante de mi ciudad- ni de ninguna-, por el simple hecho de que aunque le encuentro cosas positivas para vivir, también hay otras que detesto. Ésta y las próximas dos entradas son el resultado de una mañana fotografiando tres rincones distintos de la ciudad, la que no se muestra, la que se aleja de los coches de caballos y el olor a azahar.
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