Aunque no en exclusiva, la infancia es la edad de la imaginación, la de creer en mundos fantásticos. Yo ya no era tan pequeño la primera vez que escuché hablar de la Selva Negra- tal vez estaba más cerca de los quince años que de los diez-, pero con la Geografía, los topónimos y los paisajes siempre he tenido una especie de filiación genética.
En mi mente aparecía como un apelmazado bosque de coníferas con las ramas quebradas, con una bruma tan densa que las sombras eran negras como una familia de grillos, con lagos espectrales y temperaturas horrendas, tanto que nada ni nadie se atrevía a habitar aquellas tierras. En verano algo de luz se filtraba, pero apenas se advertían el cielo y unos leves toques verdes por el suelo y las copas, como un león enjaulado que te permite acercarte porque huele su comida.
Hasta aquí las suposiciones. Al sur de Alemania y de la gran llanura que barre Europa desde el norte de los Cárpatos hasta el Canal de la Mancha, con los costurones de los ríos Vístula, Óder, Elba y Rin, la realidad es la de una inabarcable alfombra verde de abetos y prados perfectos para la siesta- salpicada por pueblecitos con casas de techo en forma de faldón- que tienen su techo en el Feldberg (1.493 msnm), su capital en la cuidada Friburgo (otro día, más tranquilamente) y su balneario en Baden-Baden, ciudad tan insípida y redicha como popular entre entre esos misteriosos elementos fiscales (rusos a ser posible) que sólo pagan con billetes de 500€.
No hay comentarios:
Publicar un comentario