La Comunidad Valenciana pretendía posicionarse en el mapa global, competir en nombre con Madrid y Barcelona, ser el adalid del Mediterráneo, proyectar una imagen moderna y una ciudadanía de élite. Pero en realidad sus logros son muy distintos, réditos que en Europa ya se conocen bien: corrupción política a troche y moche; proyectos con presupuestos inflados de flatulencias; eventos contra el sentido común financiados con dinero de los contribuyentes; comisiones y trajes (ríete tú de la justicia, que los fieles van a aplaudir a la puerta del juzgado); infraestructuras marcianas y arquitectura demencial. Todo vale, como cuando pretendían liquidar El Cabañal, un barrio marinero y popular víctima de una engañifa especulativa más. En esta Comunidad el urbanismo y la política tienen sus propios principios, como esa sociedad en la que el centro comercial es más importante que la cultura. Nítidos reflejos.
El ejemplo por antonomasia de esta realidad- que hoy nos comemos con patatas- es la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, un engendro de edificios sin sentido ni contenido, un pegote contra el urbanismo sensato, con formas y texturas fuera de toda lógica y estética mediterránea, sin relación alguna con su entorno, un "no lugar" de factura millonaria. Su localización es el fin de la ciudad, rodeada por autovías, pequeñas huertas, casas medio derruidas y naves hechas pedazos; en unos jardines ganados a la ciudad para desviar y secar un río, el Turia, cuyas aguas sólo fluyen por un tubo de hormigón en momentos de avenidas. Era la época de construir- sin objetivo cierto- la primera ocurrencia del arquitecto de renombre internacional que se cruzara por allí un día cualquiera, sobre todo si le interesaba el modelo de negocio: presupuesto triplicable, esto a tu bolsillo y aquello al mío, loas de fanfarría y pandereta.
¡Nos las pagaréis!
Ojalá nos la paguen. Nada me haría más feliz que ver desfilar a todos esos politicuchos detrás de las rejas. Lamentablemente gracias a la separación de poderes que tenemos en este país terminarán jubilados en paradisíacas playas. Qué pena de instituciones, qué pena de gobierno y qué pena de condición humana.
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