No hay nada mejor que entretener el recuerdo y la imaginación. Por eso, entre otras cosas, Estambul es imborrable: tiene una capacidad evocadora sin límites y, dos años después, no podía dejar que estas fotos siguieran huyendo. De entre los muchos rincones y mezquitas que esta ciudad guarda, hay uno que no puede faltar y por el que merece la pena coger un autobús urbano, salirse del mapa turístico y caminar lejos del bullicio entre bazares, puentes y calles atestadas.
Llegamos a Ortaköy atraídos por el olor a mercadillo y sin tener muchas esperanzas en lo que íbamos a encontrar, pero se convirtió en la visita fuera de guía más productiva que pudiéramos haber tenido. Este antiguo pueblecito en el que otrora se mezclaban turcos, griegos, armenios y judíos, es hoy un barrio más en el distrito de Beşiktaş. Se moja los pies en la orilla occidental del Bósforo y da vuelo al inmenso puente homónimo que une Europa y Asia, ahí es nada. Al suroeste se encuentran el Palacio Dolmabahçe- ejemplo del lujo y el exceso en el intento de resucitar el Imperio Otomano a semejanza de Europa- y el Cuerno de Oro; al noreste las aguas se pierden entre gaviotas y cormoranes hasta llegar al Mar Negro.
El ambiente relajado del lugar invita a sentarse y disfrutar de la luz, los reflejos en el agua y la actividad marinera- barcazas o grandes buques, todo cabe- junto a la mezquita, de estilo neobarroco y con unas formas sencillas, compactas y elegantes. De forma magistral el edificio se integra entre la colina y el agua, parece flotar en el ambiente y, con sus dos esbeltos minaretes, realza la horizontalidad del entorno. Mientras tú estás absorto en sus grandes ventanales y el trufado de líneas curvas, rectas y filigranas, los lugareños dan de comer a las palomas, intentan pescar algo o simplemente charlan... o todo a la vez.
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