Cuando el reloj azota entre la llegada y la partida no hay mucho que hacer, y tres horas son demasiado poco tiempo para conocer cualquier lugar- excepto un aeropuerto, una estación y una plaza de toros-. Esto me pasó en Bilbao, una ciudad como la copa de un pino, en la que sus espacios hablan de reconversión y revitalización.
Entre verdes colinas cubiertas de bosques y casi en la bocana de la ría del Nervión, el urbanismo luce uno de sus mayores logros contemporáneos en España- uno de pocos-. Las márgenes fluviales que vieron crecer el comercio vasco primero y que lanzaron la industrialización de la ciudad después, son hoy espacio de todos. Arteria de aire libre que junto con los parques urbanos y los montes aledaños ventilan buena salud a la ciudad y sus habitantes, aquellos de los que tan habitualmente se suelen olvidar nuestros visionarios gobernantes. Una ciudad que en nuestra oxidada memoria era gris, la misma que de un vistazo se reconoce verde y agradable.
Sin duda en tan poco tiempo de visita el objetivo era el Museo Guggenheim, motor cultural de Bilbao, centro neurálgico del turismo y casi dinamizador del tejido social de la ciudad. Retorcido, curvilíneo, brillante e inclasificable, recubierto con planchas de titanio, Puppy en la entrada y la araña Mamá junto a la ría. Proyecto onírico para cualquier arquitecto, es importante que el museo esté en el contenido y no en el continente- una cosa es la obra y otra la misión que debe cumplir-, de lo contrario llegará el día que quede vacío, inútil e inservible.
Bilbao sin duda merece mejor visita; patear su ría, el casco viejo, los parques, su ensanche. Si querer es poder, alguna vez será...
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