Nunca he sido un buen gourmet, ni siquiera aspirante a ello. Siempre he preferido un buen bocadillo, unos filetes empanados o una tortilla de patatas. Perderé la oportunidad de probar nuevos sabores y de disfrutar experiencias gastronómicas, pero a cambio elijo dónde me como el queso, las chacinas y la fruta. Es simplemente una balanza desequilibrada a propósito: comida cotidiana y emplazamiento único. Unas rocas con vistas al mar, un bosque de hadas o en un pico que despunte dos mil metros sobre el océano. Mientras comes te puedes entretener con las flores, los animales y el sonido del viento, charlando sin esperar al camarero.
No cambiaba este tipo de recuerdos por ningún nuevo sabor, plato o degustación. Será que llevo los grandes espacios abiertos en las venas y lo he hecho desde que calzaba unas Chiruca, pero sólo puedo invitarles a que lo prueben. ¡Y cuidado que engancha!
Son, lo que yo llamo, "restaurantes 5 piedras", irrepetibles. No tienen horario, tú decides cuándo te levantas y son gratuitos; a cambio solo hay que dejarlos tan limpios como los encontraste.
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