Ya habíamos pasado por Reykjanes nada más llegar a Islandia, una península de intensa actividad telúrica al Suroeste de la isla que, con sus paisajes peregrinos, no deja indiferente al recién llegado. Volvíamos por allí, a propósito al final, para visitar la Laguna azul (Blue lagoon o Bláa lónið), un inmenso charco artificial a casi 40ºC cargado de sílice y sulfuro en medio de una panorámica negra, spa alimentado por las aguas subterráneas devueltas por una vecina central de energía geotérmica. Se trata de una gran atracción turística, un complejo bien pensado y bien cobrado, prácticamente el único de esta calaña en todo el país, porque de momento en Islandia la naturaleza es tan gratuita como el oxígeno. Su superficie azul turquesa y fondo blanco son estridentes, pero de su interior sales recuperado de cualquier paliza... ¡El descanso merecido!
En la capital terminaba el recorrido, un mundo extraño después de diez días entre piedras, vientos, líquenes, silencios y naturaleza alucinógena. Calles espaciosas y casas de colores, sonrisas que celebran la llegada del sol, plazas y cafés abarrotados, parques llenos de niños... el verano contagiándose después de muchas horas de oscuridad, frío y aislamiento humano.
Reykjavík es una ciudad extensa y poco habitada, la capital más septentrional del planeta, pero parece un pueblo grande y cosmopolita, abierto y tradicional a la vez. En su suave perfil resalta Hallgrímskirkja, la iglesia luterana que culmina una suave colina y parece homenajear los bloques de basalto y lava presentes por toda la isla.
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