El suelo teñido de ocre. Hojas que crujen bajo los pies. El frescor del rocío en una mañana fresca y soleada cuando el verano ya está en el armario. Árboles que mudan colores. Setas que levantan cabeza. Y un lago, manso como un espejo, entre verdes y azules.
El Lago de Bañolas (Estany de Banyoles, en catalán) es un paraje único y peculiar, escénico y simbólico como pocos en esta tierra de contrastes y paisajes singulares. Alimentado por leyendas surgidas del desconocimiento sobre el origen de sus aguas (se trata de una cuenca cárstica, en la que el agua subterránea drena verticalmente entre sustratos permeables tras encontrar en su circulación horizontal materiales impermeables levantados por la falla de l'Empordà, al Este), es un lugar perfecto para pasear y sacar del bolsillo un anillo mientras hincas la rodilla. Ojo, es solo una idea; algunos tenemos formas más mundanas y prosaicas, en las que amor y compromiso se representan con helados de chocolate.
Ahora me da por imaginarme entre juncos, sauces, alisos y olmos a un pintor impresionista, armado con sus pinceles e inspiración una tarde entera de luces cambiantes a lo largo de la ribera. O a un paciente pescador con su caña. O a un padre con su hijo buscando curiosidades naturales bajo una espesa niebla matinal, interpretando los interminables cambios de estación. O a un equipo de botánicos y biólogos estudiando el avance y retroceso de las especies en la zona, o a un grupo de señoras paseando, o a deportista corriendo alrededor del lago, o a unos niños montando en bicicleta...
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