Por algo las llaman islas afortunadas. La mitología griega, que las ubicaba más allá del continente africano, las señalaba como el lugar en el que el reposo era perfecto para las almas de los virtuosos. Un argumento más poético y embriagador que la tumbona, el bronceador y una semana de vacaciones a todo plan, el muy manoseado sol y playa de las Islas Canarias. Pero no nos engañemos, lo bueno, lo realmente espectacular- y el que lo niegue es porque no lo conoce-, comienza precisamente cuando sales del agua y te quitas el bañador.
La isla de La Palma, en el extremo noroccidental del archipiélago, tiene forma de colmillo perfecto, recién sacado de una excavación arqueológica. Y un relieve complejo e inaccesible que parece haber estado modelado en un torno de alfarero: la mitad meridional tiene divididas sus vertientes Este y Oeste, casi simétricamente, gracias a una arista continua desde el extinto volcán de Cumbre Nueva hasta los de San Antonio, Teneguía y la Punta de Fuencaliente- y sus salinas-, incluyendo todo el Parque Natural de Cumbre Vieja. Por otra parte el sector septentrional guarda el auténtico tesoro de la isla, Parque Nacional por derecho propio: una caldera volcánica con ocho kilómetros de diámetro, delimitada por una crestería que supera los 2.400 metros de altitud, con escarpes de casi 1.000 metros y laderas cubiertas por masas forestales de pino canario. El Barranco de las Angustias hace de desagüe y remata su planta en forma de embudo, mientras que alrededor de la caldera y hasta el mar se extiende una densa corona boscosa sobre una superficie abrupta y plagada de barrancos. Sobre el mapa este perímetro cónico parece una piel vieja, ajada y arrugada, aunque en realidad tantos escarpes y líneas verticales llaman la atención sobre la juventud del relieve.
Desde el punto más elevado, el Roque de los Muchachos (2.426 metros), la sensación de vértigo es inevitable; es como ponerse de pie sobre el delgado borde de un oscuro pozo en el que no vemos el fondo ni escuchamos el chasqueo de una piedra lanzada al vacío. Pero con edición panorámica y superlativa. Solo el viento frío y un manto de nubes que sube y baja como un ascensor acompañan al visitante por estos riscos pétreos, tachonados de avisos a imprudentes sobre los riesgos de deslizamiento si salen de la senda marcada. A la espalda se posan los telescopios del Observatorio Astrofísico del Roque de los Muchachos, esperando la noche bajo un inmenso cielo que, paradójicamente, está protegido de la contaminación lumínica gracias a la alfombra de nubes.
No, no es casualidad que con estos mimbres la isla esté declarada Reserva de la Biosfera. De momento su modelo de desarrollo se aleja del turismo masificado de algunas islas vecinas, y sus visitantes- con perfil de excursionista extranjero- están más preocupados por conocer su riqueza natural y diversidad geológica que por tostarse al sol. En La Palma, todavía, la calidad es más importante que la cantidad. No dejes de ir.
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