Años más tarde, muchos, después de volar sobre el Delta del Ebro rumbo a Barcelona, recuerdo cómo me bajaba del avión con dolor de cuello: no hacía otra cosa que mirar por la ventanilla. Su forma era una filigrana caprichosa de líneas pulidas por la erosión y la sedimentación; el viento, las mareas y el cauce trazaban un enorme espacio que hasta entonces solo conocía dibujado en mapas.
Hay quien piensa que un río es un canal de agua que desemboca en el mar; y toda lo que efectivamente llega a éste es un exceso de caudal que podría ser aprovechado para consumo humano y agrícola, entendiendo que el regadío, la urbanización y la industria son siempre lógicos y merecen cualquier esfuerzo técnico por encima del coste medioambiental y territorial. Al fin y al cabo, ¿quién lo evalúa monetariamente? Así sería un breve resumen de la política hidráulica española: la de construcción de embalses a destajo, la de trasvases para zonas semidesérticas superpobladas, la del litoral masificado, la del agua para la huerta intensiva, la de las canalizaciones obsoletas. Vegetación, aves, fauna piscícola, riberas, ecosistemas, que les den mientras haya quien pueda llenarse el bolsillo.
Hoy el Delta del Ebro es un territorio extremadamente valioso y singular (como su gente), que debe su existencia al río más largo y caudaloso de la Península Ibérica, y su actividad económica a la voluntad de los pueblos ribereños de su último tramo, que han modelado un paisaje completamente plano pero con identidad propia. Su importancia como humedal está fuera de toda duda -reconocido por figuras de protección ambiental internacionales (Zona de Especial Protección para las Aves, Convenio Ramsar y Reserva de la Biosfera)-, igual que su fragilidad ambiental: el aporte de sedimentos desde la cabecera del río Ebro y sus afluentes (Pirineos, Cordillera Cantábrica y Sistema Ibérico) ha hecho posible la conformación de este espacio ganándole terreno al mar, sin voluntad humana directa y a lo largo de muchos siglos. Pero la regulación de los caudales y la interrupción del proceso sedimentario (trasvases, grandes embalses y presas hidroeléctricas) ponen en serio riesgo su dinámica natural y toda la vida que sobre él se desarrolla.
El delta está en regresión, perdiendo metros año tras año en su lucha incesante con la erosión marina y los temporales; la intrusión salina es una realidad catastrófica para los arrozales y las especies de agua dulce, y por el camino perderemos hábitats y sistemas dunares de incalculable valor, así como la pervivencia de formas de vida tradicionales (agricultura y pesca, sobre todo). Por supuesto también nos quedaríamos sin el maná de esta sociedad y nuestros políticos, esos que ni piensan ni escuchan: el turismo.
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