Tener el mar a mano es un lujo, y poder disfrutarlo un placer. De casa a la playa del Miracle apenas tenemos quince minutos paseando, desconexión de la ciudad para entrar en la modorra del mundo marino, acunados por las olas.
Nos gusta bajar a sentirlo de cerca, retozando en la arena o bañándonos la piel con su brisa. Un rato junto al mar barre la escoria de la mente, serena al más irascible.
Tarragona tiene entre sus playas escondites perfectos para pasar las horas en paz; rocas y pedregales, como los de Punta Grossa, donde sólo se puede acceder a pie (te jodes, coche) y necesitas emular a las cabras, saltando entre las piedras y esquivando matorrales y chumberas; radicales de centro comercial absténganse. El resto de la escenografía corre en la cuenta del mar, que una y otra vez se estampa contra las rocas y se desvanece en un catálogo de sonidos que guardar y llevarse a casa.
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