27 de febrero de 2011

Estambul y su alma musulmana: el comercio

Cuando uno viaja a Estambul parece que tiene una obligación por encima de todas, incluso más trascendental que perder los sentidos en sus hermosas mezquitas: visitar y comprar recuerdos en el Gran Bazar. Como mercado, en la actualidad, está destinado a surtir a los turistas de un amplio abanico de baratijas, falsificaciones y objetos con made in artesano dudoso. A cambio tenemos atención al cliente personalizada en alemán, italiano, castellano, inglés, francés y, si nos lo proponemos, hasta en esperanto. No obstante, el edificio es una joya hecha laberinto y el modo de vida que representa es toda una identidad cultural del mundo musulmán.
En la ciudad todo se vende, en cualquier parte, en nombre del gremio más peculiar o especialidad comercial más selecta o extraña. Hay precios altos y bajos antes y después del obligado regateo, puestos humildes y otros casi compuestos de retales; algunos venden cuchillas de afeitar sentados en una silla y otros persiguen a la multitud con calcetines en la mano. Aquí y allá, por toda la ciudad, de día y de noche, en calles, plazas o puentes, fijos o ambulantes, comestibles, perecederos o de primera necesidad; cualquier producto, por inverosímil que sea, es susceptible de ser vendido. Están los tenderos, los que cortan la carne para el kebab, los que trituran la granada para elaborar su oloroso zumo, el que asa el pescado o el que lo acaba de pescar, los que transportan el género en carretillas de imposible equilibrio... una sociedad entera inmersa en su estilo de vida, en el que el espacio comercial es el punto de encuentro.
Olores de especias y pescado, colores de frutos secos arracimados y cerámicas apiladas, bullicio, dulces sabores y antigüedades, el momento del té y de la fruta fresca en la calle; a cualquier hora en Estambul.

25 de febrero de 2011

Tourmalet y Pic du Midi de Bigorre, la leyenda y su dueño

Una vieja ley no escrita dice que cualquier veraneante ocioso que haga uso durante la sobremesa y la hora de la siesta del mando a distancia, conoce la existencia de una montaña, un puerto, un mito, llamado Tourmalet. No es casualidad, su nombre es la palabra más repetida, su ascensión es el momento más esperado, a lo largo y ancho del evento deportivo más global que exhibe a Francia ante los ojos del mundo cada año, le Tour de France. En este caso no hace falta que la realización de la carrera se esmere mucho en deleitarnos- cosa que consiguen mostrando sus paisajes de costa e interior, montaña y campiña, Macizo Central y Camarga... o lo que toque, lo bordan siempre-, especialmente si el azul del cielo es color cobalto y el verde de los prados refulge como si la fotosíntesis obrase magia.
Cualquier amante y practicante del ciclismo sabe que no es el puerto más bello ni el más duro- aunque no está exento de ninguna de esas dos cualidades-, pero su historia lo hace especial. El apego de los Hautes Pyrénées a la carrera, los nombres que han dejado su impronta, las gestas conseguidas por Luz-Saint-Sauveur o Sainte-Marie-de-Campan, en ascenso o descenso, y la admiración que más de un siglo de bicicletas retorciéndose han provocado, hacen de éste un lugar sagrado para el deporte de las dos ruedas finas, un templo para los que disfrutan de apretar los riñones a cada giro de biela, un lugar casi de peregrinaje obligado que lo llega a convertir en una romería de sudor y fotos junto al gigante de su cima.
Personalmente prefiero la vertiente de Luz por el espectáculo visual que se abre a partir de Barèges, con ambos flancos cubiertos por maravillas de la naturaleza: Pic du Midi de Bigorre al Norte y Pic d'Espade, de Campana y de Caubère al Sur, mientras las ruedas acarician el asfalto que el sol calienta y escuchamos la melodía acompasada resultado del más perfecto sistema: pulmones y corazón al unísono. Sin embargo no le hago ascos a las famosas galerías de su vertiente oriental ni al duro placer (¿estamos locos?) de los pocos kilómetros que quedan desde la estación de esquí de La Mongie a los 2.115m de la cumbre del puerto. Lo mejor, si puedes, entregarte en cuerpo y espíritu a subirlo por las dos vertientes, pues seguro que luego puedes darte un remojón en cualquiera de los ríos que descienden casi congelantes hasta el fondo de los valles y recuperarte allí de los dolores que guardes en tus piernas.
Para los amantes de caminar más que pedalear la elección no ofrece dudas: ascender a pie hasta el observatorio levantado en el Pic du Midi, a casi 2.900m de altitud. En un equilibrio casi milagroso con las rocas, da cabida no sólo a una peculiar y mastodóntica estación meteorológica de la red Météo-France y su museo, sino también a miles de excursionistas que se aventuran cada año a disfrutar de las mejores vistas del pirineo: macizo de Néouville, Monte Perdido, Pic de Long, La Munia, etc. A su espalda desaparecen los pequeños pueblos de montaña, así como los valles angostos y retorcidos y se desarrollan ciudades como Lourdes, Pau y Tarbes, vecinas de la llanura del Garona. No hay rincón aquí para despreciar tan enorme paisaje; no hay mayor protagonista que la inmensidad del relieve ni menor pequeñez que el hombre y su obra para admirarlo y conocerlo.

8 de febrero de 2011

Montserrat, el símbolo catalán

Si hay algo que me llama la atención de la cultura popular es cuando ésta necesita de elementos o partes del territorio para destacar su esencia, fuerza y tradiciones. En algunos casos sirve como reclamo o alimento para la exaltación de banderas y nacionalismos, pero al margen de tendencias políticas, es una de las más hermosas formas de entender y respetar el suelo que pisamos y el relieve que nos envuelve. La generalización de esta forma de entender el entorno lleva a un profundo respeto de todo el territorio, a una cultura educativa de monte y naturaleza que pasa de padres a hijos; ver, conocer, sentir y dejar en herencia.
En Cataluña existen no pocos símbolos de este tipo, pero el que sobresale por encima de todos es el de la montaña de Montserrat. Dejando de lado la impronta religiosa y crematística de este lugar, su valor recae exclusivamente en las peculiares formas de este macizo que se yergue sobre el cauce del río Llobregat: los procesos geomorfológicos son, a veces, muy caprichosos, y aquí han dejado constancia de ello. La deposición y compactación de sedimentos en antiguas áreas fluvio-marinas, su elevación y posterior erosión diferencial han creado un paisaje de formas redondeadas, agujas retorcidas y curvadas, grietas suaves y huecos de posterior colonización por parte de la abundante vegetación mediterránea.
La humanización del entorno es evidente tanto en las vistas que permite el macizo (el valle del Llobregat es eje vertebrador de poblaciones e infraestructuras desde Manresa a Barcelona), como en su propio ascenso (carretera, tren cremallera y teleférico, camino hormigonado, etc.), por lo que la mejor opción es la de subir a pie, disfrutando de olores, colores y contrastes. Hasta el Monasterio es un agradable paseo con alguna pendiente y escalinata más empinada- desde luego nada imposible- que hacen ganar altura de forma repentina e ir descubriendo nuevas panorámicas, como la del blanco pirineo. Una vez allí las posibilidades se multiplican y sólo hay que tener tiempo y ganas para conocerlo en profundidad y saber elegir el lugar en el que degustar un buen bocadillo de jamón bajo un agradable baño de rayos solares.