30 de enero de 2013

Una chuchería en el balcón

Últimamente macro, trípode y disparador automático están haciendo muy buenas migas. La puesta en escena es más profesional, de estudio; la medición de luces es más ajustada; y los encuadres se trabajan al milímetro.
Nuestras nuevas plantas no se alteran por tener un ojo de 100mm en el cogote, no se ponen coloradas ni sienten invadida su intimidad. Te dejan todo el tiempo del mundo sin preguntarles si les importa que las fotografíes.
Cada vez me lo paso mejor siendo paciente, pensando qué quiero conseguir, imaginando el resultado y dándole vueltas a las dificultades técnicas.
I love this game.

25 de enero de 2013

Carreteras secundarias

Si está al alcance de la mano, ¿por qué no lo disfrutamos?
Tenemos la enorme fortuna de vivir en un país con una diversidad paisajística excepcional, con espacios de alto valor ecológico y cultural cada cuatro pasos: bosques caducifolios, cordones dunares, ciudades y pueblos monumentales, valles de alta montaña, dehesas, acantilados litorales, áreas volcánicas, arquitectura religiosa, cumbres nevadas, humedales, zonas de interés arqueológico, ríos y vegas... Podemos encontrar infinidad de publicaciones que muestren esta riqueza en cualquier librería: transmitida con la sensibilidad de los viajeros románticos del s. XIX, como catálogos fotográficos, guías de senderismo y naturaleza o en narraciones recientes de periodistas y excursionistas. La Rambla barcelonesa, la Giralda, el Museo del Prado y el Acueducto de Segovia son únicos, pero más allá de las grandes ciudades, las autopistas y las concentraciones veraniegas en la playa, hay mucho por ver y conocer. Sólo tenemos que movernos.
Cataluña ofrece infinitas posibilidades para el turismo rural y de interior en cualquier época del año: desde los Pirineos al Delta del Ebro, cada comarca es un catálogo de novedades para llenar una escapada de colores y experiencias. En temporada baja, además, es un lujo visitar lugares singulares que en otras épocas están masificados, crecidos por la fama de sus encantos mientras venden su identidad por un puñado de billetes.
Hacía ya tiempo que teníamos señalada en el mapa la provincia de Girona; marcadas a trazo grueso varias zonas que nos resultaban interesantes y que sin dificultades podríamos conectar en coche, disfrutando de las paradas intermedias y de las sorpresas que ofrece el camino cuando no hay prisa, en contacto con la naturaleza y los modos de vida locales, dejando volar los sentidos en esa serenidad con que se construye el mundo rural.
Nos sobraban ganas y sólo nos faltaba encontrar dónde dormir esas noches. Buscábamos lugares con personalidad y encanto, una chispa que los diferenciase entre la multitud, sentir que pasaríamos la noche en una casa donde se ha puesto cariño, no un alojamiento cualquiera; y buen precio, claro. Buscamos... y dimos con clubrural, un portal con infinitas posibilidades para cumplir con esas expectativas, ordenado y sencillo para que encuentres lo que buscas. Ofertas, variedad, información clara y completa, facilidades para las reservas- de cliente a propietario-, un rincón para los viajeros y un blog desde el que contarnos novedades, historias y hacernos propuestas.
Sobre el terreno el menú se convirtió en banquete: el Lago de Banyoles, la Zona Volcánica de la Garrotxa y su Fageda d'en Jordá, los pueblos medievales de Santa Pau, Besalú y Peratallada, y un buen bocado al Alt y Baix Empordà. Hicimos kilómetros por los parques naturales del Cabo de Creus y los Aiguamolls- humedales- de l'Empordà, visitando entre la niebla el Monasterio de Sant Pere de Rodes y Cadaqués, las ruinas greco-romanas de Empúries y la Ciudad Ibérica de Ullastret, los mil y un recovecos de la Costa Brava... con el dedo en el mapa y los ojos a los lados de la carretera secundaria.

19 de enero de 2013

Islandia (XVI), paisajes con raza

Habíamos conseguido escapar de la trampa en la que nos habíamos metido, pero el mal tiempo continuaba sobre nuestras cabezas. Los factores que tanto gustan de fastidiar un viaje tranquilo y apacible nos seguían rondando: cielo cubierto y plomizo, temperatura siempre por debajo de 5º C, viento intenso y permanente riesgo de lluvia y nieve. Al fin y al cabo, estábamos en Islandia.
Ahora que necesitábamos la templanza del mar, nuestro recorrido viraba al interior y cruzaba montañas. No nos habíamos repuesto aún del susto cuando, durante un largo trecho, tuvimos que soportar otra nevada. Afortunadamente volvíamos a transitar la carretera nº 1, de modo que teníamos garantizado buen asfalto, un carril y, de vez en cuando, cruzarnos con algún vehículo. Pero si nuestra cota no descendía, tendríamos nieve para rato.
Como para soltar sus tenazas, el viaje nos ofreció una extraña visión: en medio de una inmensa y yerma planicie que abría el camino hacia lo más inaccesible de la isla- con avisos de extremar las precauciones por ausencia de asentamientos humanos, gasolineras y suelos impracticables para coches convencionales; el clima extremo iba implícito-, apareció un cráter como un grano en la piel de un bebé. Aparcamos y caminamos hasta él con el sigilo del que entra a hurtadillas de madrugada, esperando que el cielo descargase sobre nosotros.
Nuestra travesía nos llevaba al cráter, pero extrañamente, según nos aproximábamos, un punto negro se iba haciendo cada vez más nítido, hasta que distinguimos en la distancia un turismo oscuro. Pisábamos una crujiente y mullida alfombra de escoria volcánica que se perdía tras el horizonte. Cuando por fin llegamos, un tipo bajó del coche en manga corta (si hay algún voluntario, que cuente las referencias al frío y el mal tiempo en ésta y anteriores entradas) para decirnos que los terrenos eran de propiedad privada, pero no importaba si hacíamos algunas fotos y nos íbamos pronto, siempre sin subir por sus laderas. Por unos minutos estuvimos dentro de aquel ojo de la tierra que mira al cielo, y salimos de allí pitando para rehacer el camino, ahora con un vendaval arañando y helando cada milímetro de piel que no tuviésemos cubierto. Por segundos llovía y caía aguanieve.
El mismo desastre climatológico- incluso peor- nos acompañó hasta Dettifoss, la cascada más caudalosa de Europa (¿de verdad?), en el Parque Nacional Jökulsárgljúfur. Sus borrascosas aguas bajan desde el glaciar Vatnajökull formando el río Jökulsá á Fjöllum, se desploman casi 50 metros y pasan a través de un cañón tan ancho como un campo de fútbol, blindado por faraónicas columnas de basalto. El agua se desparramaba por todas partes y colmaba cada hueco, arreciando desde el torrente o el cielo; acercarse a los flancos de esta demencial grieta mientras caminábamos hacia Selfoss- compañera inseparable de aquélla- era un ejercicio de malabares y saltimbanquis, pero nos obligaron los dioses. Nuestra ropa necesitó un buen rato de calefacción para secarse... o algo parecido, antes de nuestra siguiente parada.

14 de enero de 2013

Geometrías diminutas

El sábado el cielo estuvo bastante despejado durante casi todo el día, a excepción de algunos cirroestratos que, sólo a ratos, quitaban algo de sol y su cálida caricia invernal. No tuvimos más remedio que ir a jugar a las palas, una excusa como cualquier otra para acercarnos al mar y sentir la arena.
En la playa del Miracle apenas había algún paseante, una mujer con su niña pequeña haciendo castillos, un perro despeluchado corriendo en todas direcciones y un grupo de aficionados al buceo abrochándose sus neoprenos.
Después de unos cuantos reveses, saltos y escorzos terminamos por acercarnos a la orilla, sentarnos en la arena y empezar a buscar entre conchas, como siempre. Nuestros pequeños hallazgos son un ejemplo más de las infinitas y hermosas formas que la naturaleza nos ofrece en cualquier rincón.
Parecen fractales articuladas y desmontables, pero son flexibles y resistentes. Decir que sus formas son milimétricas no hace justicia a la nitidez y precisión del objetivo.

11 de enero de 2013

La apnea del cangrejo

¿Quién se ha planteado alguna vez la existencia desde una roca sobre la que constantemente azota Neptuno? Yo hasta hace unas semanas desde luego que no, pero ahora sé que no debe ser sencilla.
Los cangrejos aguantan los embates del océano ferozmente, con el descaro y la soberbia de sus pocos gramos aplacando cientos de embestidas sobre su exoesqueleto, anclados por efímeros puntos de apoyo. Son capaces de huir, transportar, desplazarse en pendientes inverosímiles y hacer equilibrismo transitando entre peñascos húmedos que casi los invitan a volar.
Por si fuera poco, bajo agua, una ola detrás de otra, aguantan impasibles más que muchos humanos. La adaptación, cuestión de evolución.

5 de enero de 2013

Islandia (XV). Lo que cuesta un frailecillo

Un viaje siempre tiene unos lugares y objetivos que justifican el esfuerzo; visitarlos es una recompensa. Nadie se plantea, por ejemplo, ir a Roma y no ver el Coliseo. Nosotros en Islandia queríamos ver frailecillos, puffins, una simpática y entrañable ave marina con aspecto de peluche y no más de dos palmos de altura, desconfiada, escurridiza, que anida en escondites rocosos de la costa y que come peces a granel.
En las cercanías de Vík, entre Reynisdrangar y Dyrhólaey, no hubo manera de encontrarlos. En Djúpivogur, poco antes de Berunes, llegamos tarde para embarcar hacia la isla de Papey; se nos agotaban las oportunidades.
Con el mal tiempo sobre las orejas y tras 50km de pista hacia nuestro alojamiento, apenas nos quedaba por superar un collado de unos 400 metros de altitud. Como las nubes estaban muy bajas, a poco que subimos, empezó a llover y, enseguida, a caer aguanieve. El camino no era peligroso en condiciones normales, pero un presentimiento me recorrió: encontrarnos bloqueados al día siguiente por una nevada en un confín islandés; sin salida por tierra, mar o aire, en un pueblo remoto de 150 habitantes, entre vertiginosos barrancos costeros.
Cuando llegamos a nuestro hostal, una casa que compartíamos con un grupo de voluntarios ambientales, el encargado nos comentó que podíamos encontrar frailecillos al final de la carretera, varios kilómetros más adelante. Efectivamente, allí, en la última Thule, junto a un diminuto puerto pesquero y sobre una roca cubierta de hierba moteada por mil escondites, se encontraba la zona de reserva donde anidaban.
Soportamos viento y lluvia gélidos, pero nos lo pasamos pipa viendo desde lejos sus patosos despegues y los simpáticos paseos a lo Groucho Marx, de apariencia pensativa con las alas recogidas y la cabeza inclinada hacia delante. Por la experiencia, el lugar y sus habitantes, se ha convertido en una bellísima vivencia que recordaremos siempre.
¿Y qué pasó al día siguiente?

Llovía con suavidad y persistencia. Pasamos una zona en obras y la subida se empezó a teñir de blanco; 3, 2, 1ºC, copos como soles. La pista se cubrió con una capa de nieve cada vez más gruesa hasta que el Qashqai empezó a patinar. Era imposible continuar y también dar la vuelta, así que nos dejamos caer con prudencia, soltando el freno y siguiendo nuestra propia rodada para evitar el abismo de la derecha. Pasó una camioneta con ruedas de gigante (como un gran danés al lado de un chihuahua) y le preguntamos a su conductor por nuestras posibilidades; amablemente nos dijo que él mismo avisaría para que viniese una quitanieves.
No había pasado una hora cuando allí, en lo más remoto de la isla, estaba el operario trabajando con su máquina. Nos colocamos detrás y pasamos, con diligencia pero sin desprendernos aún del susto, sobre una capa de agua, nieve y hielo que todavía me retuerce el pescuezo. En aquella hora escasa sólo pudimos consolarnos pensando this is not Spain; y menos mal. Fueron dos kilómetros y 400 metros de altitud, pero también será una experiencia para toda la vida.