23 de septiembre de 2011

Shwe Inn Dein, pagodas y bambú

Al suroeste del Lago Inle y en las márgenes de uno de los muchos cursos de agua que lo alimentan- justo cuando el arroyo Inn Dein se divide en dos-, donde se equilibra el uso de los pies y los remos, en un lugar en el que las casas se apoyan sobre suelo firme y donde la llanura se empieza a moldear con pequeñas colinas, existe un pueblo con un tesoro a la vista, por encima de sus cabezas.
Dejando atrás el mercado local, siempre abrumador en olores y miradas parias, podemos seguir el curso del río, aguas arriba, inmersos en la verticalidad de un bosque de bambú tan hermoso como trémulo ante cualquier susurro. Resulta increíble la rigidez y flexibilidad de sus troncos, cortados para tramar con motivos geométricos las paredes de cualquier estructura en este rincón del mundo.
Según comenzamos a ascender la colina, el intenso suelo rojizo deja de estar cubierto por bambú y florecen, por cientos, stupas y pagodas, sitiadas por espontáneos arbustos cuyas hojas aprovechan las figuras y florituras escultóricas para jugar al despiste, y cuyas chimeneas recuerdan a una fábrica textil de hace un siglo. Con colores de barro cocido y blanco, bruñidas por el paso del tiempo y las marcas de agua y humedad, resquebrajadas o casi derruidas algunas, la sensación de paz es apabullante.
El descenso bien podemos hacerlo por la amplia galería con más de 800 pilares macizos y sencillamente decorados que nos devuelve al pueblo, línea recta que muchos aprovechan para comprar y vender figuras de Buda, longyis, marionetas, lacas o utensilios nacarados. Aquí la luz está tamizada por la frondosa vegetación de los laterales, sólo quebrada por algún stupa que asoma sus blancos puntiagudos igual que un curioso lugareño escruta unos ojos claros europeos.

20 de septiembre de 2011

Colores de Castilla, de manual

¿Cuándo dijo Castilla que no tenía trigo para España?
Entre campos agostados y pletóricos cielos cuyas nubes cenicientas son barridas por el viento; entre campos de cultivos cuyas cicatrices son carreteras y alamedas jalonando ríos y arroyos, tiene lugar la representación del mundo que tanto amaba Miguel Delibes. La meseta septentrional se extiende cercada por las robustas márgenes montañosas que crean su inmenso perímetro, como una tierra serena y reposada, peinada por cultivos de secano que llenan un hábitat disperso y rural ejemplar en los libros de enseñanza.
Tierra de paisaje cultural rotundo y monótono, donde el suelo es almacén y las manos que lo trabajan son duras como el invierno. Con una industrialización de juguete y un sistema urbano provinciano- "la capital"-, sus pueblos son hogares de piedra y remansos de paz, como Pedraza, postal mimada a los pies de la Sierra de Guadarrama a la que sólo hace falta colocarle un marco para que el turista se la lleve a casa.
Los contrastes aparecen siempre en cualquier parte, como en el choque de azules del cielo sobre el secarral veraniego, amarillo tintado por el sol. O en el profundo cañón excavado por el río Duratón en sus hoces, en una artística serie de vibrantes meandros bajo la atenta mirada de Sepúlveda.

14 de septiembre de 2011

Bagan, latidos de Myanmar

Toda región o país, territorio en definitiva, tiene un corazón geográfico, aquel cuyos rasgos físicos y acontecimientos han marcado su historia hasta conseguir hacerse un hueco en el alma de sus habitantes, en una relación especial, única e inmutable de las personas con la tierra que sienten bajo sus pies. En arquitectura sería la cimentación del edificio, en ingeniería los pilares del puente, en una ciudad romana su ágora, o el parlamento para un estado democrático. De este corazón brotan con fuerza los lazos de unión de generaciones enteras, no con una identidad nacional determinada- la política siempre usa el territorio para sus vicios y corruptelas- sino exclusivamente con el suelo, sus árboles, plantas, cursos de agua y playas, rocas o montañas, y construcciones como herencia de nuestros ancestros. No hace falta ser oriundo del lugar para sentir su palpitante combustión; sólo hay que dejar que los pensamientos y sueños fluyan ante paisajes sin igual, sintiendo que la tierra se extiende como un cuerpo vivo del que éste es su alma pura.
Bagan es precisamente éso, el corazón de la geografía birmana, en la margen izquierda del río Irrawaddy y en una árida meseta impávida antes los intentos de la UNESCO por declararla Patrimonio de la Humanidad. Una tierra parda sobre la que se levantan ardientes nubes de polvo que a los rayos del sol amarillean un paisaje infinito, plagado con los restos de los más de doce mil templos y pagodas que aquí se levantaron entre los siglos XI y XIV, en una locura constructiva de color arcilla que comenzó el rey Anawrahta y que dejó los bosques de la zona completamente esquilamados. El paso del tiempo, las crecidas del río y los terremotos han reducido el número de templos, otros han quedado casi decrépitos, pero muchos han seguido en pie, sido reconstruidos o restaurados, siendo posible su visita y la subida a sus cornisas para embriagarnos como el deslumbrado Marco Polo.
El momento más memorable y mágico es el atardecer, cuando entre las nubes brotan tonos brillantes como rescoldos del incendio rojizo que se está produciendo en el horizonte. El viento acompaña la transición de los naranjas a los malvas y rosáceos, mientras en la lejanía pequeños bancos de niebla difuminan los puntiagudos brotes que se tornan en marrones cada vez más oscuros, pagodas que surgen como colmillos de la tierra y atrapan nuestra sensibilidad para siempre.

9 de septiembre de 2011

Sevilla 360º

¿Qué tienen en común Sevilla y un plato de sopa- además de la temperatura-? La respuesta es una superficie tan horizontal que aburre a las hormigas.
A 75 kilómetros en línea recta desde la ciudad a la desembocadura del Guadalquivir, el relieve es tan homogéneo que el río apenas desciende en ese trayecto el equivalente a un tercer piso; provoca que lugares con apenas dos metros de desnivel relativo con su entorno sean llamados "altozano"; y que para el ecosistema de marisma sea necesario distinguir en el mapa topográfico el medio metro de profundidad de un lucio cualquiera.
Así dispuestos los elementos, la capital andaluza no cuenta con ni un solo mirador natural. Unicamente la cornisa oriental del periférico Aljarafe permite vistas sobre la ciudad, con algunos balcones que dejan descifrar el cada vez más desordenado e inextricable jeroglífico metropolitano. Sin embargo, el más internacional de los monumentos de la ciudad- la Giralda- es un magnífico escaparate paisajístico, no sólo porque es un hito visible desde cualquier punto de la ciudad, sino porque desde su campanario podemos alcanzar con la vista cada rincón entre el patio de los naranjos y la Sierra de Grazalema.
La mirada se pierde en un horizonte sin obstáculos, mostrándose la ciudad como un manto blanco estirado con casas de no más de 3 ó 4 plantas dispuestas en calles tortuosas y umbrías en primer término- el centro histórico-, y luego con anchas avenidas abiertas al sol y nuevas construcciones en altura que desbordan la compacidad y comodidad de la ciudad tradicional. No obstante, sólo recientemente se ha dejado seducir Sevilla por la obscenidad de los rascacielos, arquitectura foránea en el contexto urbano mediterráneo; importación hortera y trasnochada del concepto "moderno".
Hasta hace no mucho éste era el único lugar público en el que poder interpretar la ciudad desde dentro, pues el resto de edificios de envergadura considerable son privados. Ahora eso ha cambiado- los abuelos y sus nietos lo agradecen- con la apertura al público del mirador Metropol Parasol, conocido popularmente como "las setas de la Encarnación". A una altura mucho más modesta que la Giralda, pero en una localización igualmente privilegiada, su voladizo se levanta suavemente sobre las terrazas y azoteas culminantes de impolutas paredes encaladas; nos muestra un conjunto urbano abigarrado y de calles y callejones trazados como pinceladas de niño; y nos deja conocer cada torre, iglesia o puente que surge a empellones del manto albo, como queriéndose hacer un hueco entre nuestros ojos y un sevillano cielo azul que desde esta perspectiva cada vez parece más ancho.