30 de julio de 2011

Lago Inle, el cuenco de las esencias (y III)

La imagen típica que las idílicas aguas de este lago reflejan es la del virtuoso pescador en su barca ligeramente combada, tocado con un sombrero cónico y con el remo cruzado entre el muslo, la corva y el tobillo, usando toda la tracción de una pierna mientras la otra reposa y desconcierta al equilibrio, como si fuera un conejo entre leones. Al cabo de un rato cambia de pierna, se sienta en cuclillas o se pone de rodillas, remando entonces con los brazos. Pescan o recogen algas y verduras, pero siempre alejados de la tecnología y el ruido, en un mundo en el que todo se hace con madera o cuerda, a excepción del motor de las barcazas. Incluso parece perder sentido el caminar en un hábitat en el que lo extraño es vivir sobre suelo estable.
Inmutable en modos y medios de vida, el lago descansa en una frágil balanza entre las aportaciones de agua y sedimentos de los ríos afluentes y la explotación que de él y su entorno hacen las más de 200 ciudades y aldeas que lo rodean, desde Nyaung Schwe a Pauk Pa; una presa o algo tan cotidiano para nosotros como talar una ladera para edificar, pueden resultar desastrosos. Mientras tanto, entre jacintos y berros, siempre algún pescador, fibroso y envejecido por la dura vida de trabajo físico sin matices, con arrugas que caen de los ojos y mejillas como un mapa plagado de ríos, está dispuesto a sacudir el agua para que los peces salgan de sus escondrijos.

26 de julio de 2011

Lago Inle, el cuenco de las esencias (II)

Normalmente nos bastan los elementos más sencillos para dejar saciado a nuestro espíritu y relajar nuestra mirada, perdiéndola en cada guiño que nos hace la naturaleza, en sus pequeños detalles o con paisajes que se escapan de la órbita del cuello. Estamos acostumbrados a saciarnos con infinitas necesidades materiales, pero hay insondables pozos emocionales que la ciudad, la tecnología o las peluquerías no pueden cubrir, por mucho que la leche nos la anuncien con verdes prados alpinos o que la telefonía se asocie a libertad.
Este es el motivo por el que en cuanto nos sueltan entre árboles nos relajamos y disfrutamos, haraganeando o subiendo al Monte Cervino, cada uno a su estilo. Unos pocos olores a pino, lavanda o una racha de viento que ha cruzado una granja nos evocan una vida que no tenemos, y el subconsciente toma sus represalias, deteniendo y emborronando todos nuestros pensamientos.
Algo así, sin límites, es lo que sucede en el Lago Inle: agua, madera, montañas y bosques. Un paisaje tan primario que parece imposible que siga vivo y libre de insultos.

21 de julio de 2011

Lago Inle, el cuenco de las esencias (I)

Situado en el Estado Shan y habitado por los intha, el Lago Inle es un despertar onírico en el centro-este de Myanmar, un oasis de frescor a 900 metros de altitud en el epicentro de una llanura donde el sol cae igual que una plomada. Rodeado casi completamente por montañas que lo surten de agua y se arrugan como cicatrices, parece un lugar sacado de una chistera repleta de poesías y cuentos de hadas, con la vista puesta en verdes laderas cuyas cumbres puntean el horizonte en tonos azulados.
Todo aquí coquetea con el agua: las viviendas están construidas en su mayoría sobre pilotes, en los que se asientan pequeños embarcaderos para amarrar las estilizadas barcas que usan los lugareños como medio de trabajo y desplazamiento; pequeños almacenes construidos con bambú entrelazado se yerguen siempre orientados en la misma dirección norte-sur, como túneles para acelerar el viento, sobre una superficie jaspeada con finas y largas varas para asentar el terreno; los canales aparecen y se pierden entre juncos en una llanura de marismas, donde el agua y la tierra firme se confunden hasta que aparece algún remo deslizándose en un susurro, jugando al escondite sin maldad; huertos flotantes hechos con tierra y algas, afianzados con estructuras reticulares de madera, permiten cosechas de tomates durante todo el año; barcas de hélice a motor, arrancadas con manivela, surcan las aguas ataviadas con cestas de mimbre repletas, en un constante ronroneo que adormece a todo el que las ocupa y hace perder la noción de un tiempo cuyos minutos, aquí, no tienen sesenta segundos. El lago, con no más de cuatro metros de profundidad, responde rítmicamente a estos impulsos arrugándose en pequeñas olas y reflejando con tonos irisados el blanco de las nubes.

14 de julio de 2011

Yangón... y la humedad es tontería

En el colegio estudiamos que la capital de aquel lejano país llamado Birmania era Rangún, pero ahora ambos nombres han sido sustituidos por Myanmar y Yangón (los que siempre han sonado en lengua birmana), la capitalidad además ha mutado a la desconocida Naipyidó en todo un alarde de inutilidad estratégica y política, y la bandera ha sido renovada por completo. Sin embargo, para los habitantes del país es Yangon, a todos los efectos, la ciudad que lleva las riendas de la república; y cualquiera que haya leído sobre su historia  y observe más que mire se dará cuenta de que tanta operación de maquillaje no consigue más que enturbiar, puesto que absolutamente nada ha cambiado... exactamente lo que la junta militar pretendía.
Yangón te recibe con un golpe de humedad tan fuerte que parece asfixiar tus pulmones por unos segundos y abrir los poros de la piel a machetazos; hasta el reloj se empaña en un ingenuo acto de rebeldía. Parece que de repente nos han emparedado entre la densidad de la vegetación y una capa de nimbos cargados de agua cada vez más verticales y esponjosos; sólo la brisa logra aliviar una atmósfera pesada y abrumadora.
La ciudad se extiende en amplias avenidas cargadas de movimiento: monjes descalzos con sus cuencos en busca de comida, bicicletas cargadas hasta lo imposible, autobuses atestados y furgones en los que hay un cobrador de tanta gente que llevan, peatones que cruzan por cualquier parte y coches que no respetan los pasos de cebra. Este dinamismo, con puestos y quioscos por todas partes, se extiende en la ciudad al ritmo que los birmanos se atan el longyi sobre sus camisas de cuadros y mascan betel, un fruto que corroe sus sonrisas y tiñe de escupitajos rojos las aceras y el barro. Edificios de estilo colonial- descoloridos y conquistados por la humedad como si fuese el paso alterno de un rodillo negro por sus fachadas-, se mezclan con balcones destartalados en calles donde el firme parece haber sido arrancado con una trilladora y el tendido eléctrico colgado por un aprendiz de marinero.
Desde el laberíntico mercado que lleva el nombre del líder revolucionario Bogyoke Aung San, Sule Pagoda Road se desliza hasta Strand Road y Bota Htaung, mientras los más relajados leen en cualquier lugar o duermen sobre la superficie más inverosímil, presas del soporífero mediodía, cuando el sol parece clavarse como un demoledor aguijón sobre el trópico. Esta zona de manzanas oblongas desemboca en el puerto y en un encuentro de ríos color café con leche, igual que bajo sombrillas y techos de madera chocan fuertes olores de fruta ácida, pescado crudo y perros paria olisqueando y bebiendo de charcos corroídos.
Pero el lugar más característico y carismático de esta ciudad es la Pagoda Schwedagon, siempre reluciente desde su colina, apuntando al cielo con sus destellos dorados y abundante en figuras de buda con bombillas de colores detrás de su cabeza, en un desenfrenado e insólito toque kitsch a la religión. Y si hay monzón no hay mejor idea que poner los pies en remojo mientras chapoteamos por entre sus innumerables edificios blancos y dorados.

3 de julio de 2011

Retratos del corazón birmano

En Myanmar la pobreza y el encanto parecen haberse desparramado sin dosificador por todo el país. Por suerte, es lo segundo lo que los birmanos muestran a borbotones desde sus humildes corazones a través de su sonrisa.
Pueblo violado y ajado por sus gobernantes desde hace décadas y con una estoicidad, paciencia y sencillez admirables, deja enamorado a cualquiera que le guste lo verdaderamente auténtico. 
Encantadores por encima de todo, los birmanos están siempre dispuestos a saludar al desconocido, mostrando un alma sincera y una amabilidad repleta de entusiasmo, como si encontrar a un extraño fuese para ellos un regalo. Respetuosos, humildes y orgullosos a la vez, agradables, generosos para regalar una sonrisa que nunca marchita a cambio de los pedacitos que poco a poco nos van robando de nuestros corazones. Mujeres, hombres y niños, bajitos y enjutos, fuertes y flexibles como el bambú, mascando betel, con longyis en las piernas y thanaka en su piel chocolateada, espontáneos igual que la bandada de pájaros que echa a volar, se sorprenden aún con el occidental y escrutan con su profunda mirada el color de nuestros ojos, el de nuestra piel y, estoy seguro de ello, el de nuestra sangre.
Desde que puse allí los pies supe qué era lo más importante que quería absorber de Myanmar, con qué quería empaparme y disfrutar, y era un verdadero placer saludarlos con la música que rebosa su hermosa palabra Myngalabar, inclinando la cabeza con todo el respeto que sus corazones merecen.