21 de abril de 2011

Y de repente... 117 kilómetros

Tenía ganas de una ruta larga, de las que te dejan cansado, sobre todo cuando le has perdido el hábito a cuatro horas encima de la bicicleta y hace mucho que no has estirado las reservas de glucógeno de tus piernas. El día estaba feo, pero quería rodar y rodar, con constancia, sin subidas duras pero tampoco sin relajarme.
Tras los primeros kilómetros llanos llegan las curvas del Garraf, con sus entretenidas curvas y repechos colgados de los escarpes montañosos, entre el mar y la roca. Una vez pasado Sitges el paisaje empieza a cambiar tan pronto como viramos hacia el interior: el bosque mediterráneo aparece más denso en las laderas y en las zonas más llanas empiezan a proliferar las vides que tan famoso han hecho al Penedès.
Cuando llegamos a Vilafranca volvemos a cambiar de dirección y bordeamos por su cara septentrional las montañas del Garraf, en largas y tenaces rectas que no son más que un preludio de la subida al puerto del Ordal. Se trata de una larga, constante y leve subida que sólo se acentúa en sus últimos kilómetros, hasta casi exasperarnos por el poco entretenimiento que ofrece.
De ahí al industrioso valle del Llobregat todo es bajada, rápida en tramos de carretera abierta y muy lenta en las travesías urbanas, hasta llegar a Molins de Rei. Pese a llevar tiempo sin hacer tantas horas de bici decido olvidarme de la versión sencilla y llana que completaría el recorrido e irme por la montañosa: mi querida Collserola. Subo la plácida y agradable Santa Creu d'Olorda y remato con el Tibidabo, techo de la etapa, antes de bajar a Barcelona y dejar tras de mí un rosario de kilómetros ensimismado dando pedales.

19 de abril de 2011

El trastero de cada esquina

Desde 2007 no menos de la mitad del total poblacional mundial vive en ciudades, cifra que crece a razón de un millón de habitantes por semana; casi nada si hacemos caso a las predicciones que vaticinan para este año la cifra récord de 7.000 millones de almas en nuestro planeta.
Las ciudades siempre se han distinguido como espacios de crecimiento económico, desarrollo tecnológico y difusión cultural, pero ha sido precisamente en ellas donde han proliferado epidemias, marginación y arrabales, ahora mastodónticos suburbios. Alrededor nuestra se concentra la riqueza, se congestiona la tos industrial y del transporte y prolifera la pobreza bajo ruinosas y destartaladas formas de vivienda, en muchas ocasiones sin planeamiento que controle la nueva urbanización. Este modelo, consumidor empedernido de suelo, no es sano.
No existe límite para el crecimiento urbano y, por eso, a la par que nuestra moderna conciencia verde nos impulsa a salir al campo, exigimos parques y pulmones verdes dentro de la urbe para sanear el aire que respiramos, sin darnos cuenta de la decadencia y olvido que sufren multitud de edificios, calles, aceras, fachadas, rincones y espacios de nuestras rutas habituales, antiguos o de reciente proyección urbanística- lo que es peor aún-. Suelen ser la moneda de cambio cuando los intestinos de los grandes proyectos urbanísticos se ponen en marcha, ésos que tanto venden el nombre de la ciudad y el de su autor. A veces sólo hay que levantar la cabeza o girar el cuello para apreciar la viruela en la faz de las ciudades.
No obstante, como con la naturaleza, aquí también hay decadencia y envejecimiento bien llevado, digno y hermoso, en pequeñas dosis y a hurtadillas, que no todo van a ser fachadas de cristal y espejo, LEDs, estructuras de diseño vanguardista y arquitectura de presupuestos inabarcables. Por cierto, también se esconde y requiere de ejercicios prácticos habituales...

17 de abril de 2011

Terapia de choque en Sevilla: Metropol Parasol

Ciudad de recias e incontestables tradiciones, Sevilla se resiste a los cambios. Cualquier alteración de los más arraigados hábitos o cualquier mínima propuesta medianamente progresista lleva siempre a la queja del "sevillanismo" recalcitrante, es una amenaza al paso de cirios y nazarenos. Todo sea por perpetuar aquello en lo que acérrimamente creen los que ven en esta ciudad el mejor lugar para vivir del mundo... incluso a costa de no salir en sus vidas de los límites visuales del Guadalquivir, Chipiona o Matalascañas.
Sin embargo, muy de vez en cuando, los muros de contención de la ley del incienso y el farolillo son superados y se ponen en marcha nuevas iniciativas, como la paupérrima rima que da el nombre de Metropol Parasol: espacio público, entorno histórico, recuperación de espacio cívico y arquitectura contemporánea, por supuesto aliñados con unas gotas de esa nefasta gestión que acompaña (casi) siempre los proyectos de la ciudad. Retrasos, reformulación de presupuestos, "donde dije digo, digo diego", etc. Nada nuevo en este amanecer si no fuese porque en el corazón histórico de Sevilla por fin se ha actuado en un lugar que lo pedía a gritos (La Encarnación), y se ha hecho de la forma menos verosímil posible con el odio y temor a los cambios que los sevillanos tienen.
Una ciudad enamorada de pasear sus calles (al final se ha reconocido que peatonalizar no es malo), en una llanura ideal para hendirla al paso de bicicletas (tampoco las dos ruedas a pedales lo son), obligada a mantener su historia y edificios, en la que las sombras son oasis de placer y el comercio de barrio y su cultura una realidad, ahora lo tiene todo junto, apostando por la diversidad, la novedad, el contraste y, que no falte, un poco de incompetencia, chapuza y catetismo, éso que gusta tanto sacar de Andalucía en la televisión.

4 de abril de 2011

Cosquillas en los pies

¿Qué puede ser mejor que pasar una tarde soleada, de temperatura y brisa agradables, retozando en una playa casi desierta? Un buen aderezo de compañía y el relevo que, como agujas sincronizadas de un reloj, la inmensa luna le da a una puesta de sol con todos los amarillos, naranjas y malvas, dejan la respuesta en blanco.
Manga corta, calcetines fuera, colección de conchas, olas que masajean los oídos, arena por todo el cuerpo, sueños de saltimbanquis... qué poco hace falta para disfrutar.