28 de octubre de 2012

La luz desposeída

Pintaba crudo desde abajo, junto a un mar remolón y con algo de sol restregándonos la cara. El cielo se cubría de nubes ágiles, veloces y coloreadas de todos los grises posibles; escalaban laderas y cubrían cerros.
En sus entrañas escondían lo que no pudimos ver, lo que nos tapó su niebla espectral, un paisaje que quedaba envuelto en la humedad y el viento, un mundo ingrávido que no pertenece a nada ni nadie, ajeno a este tiempo y habitado por la paciencia misma.

23 de octubre de 2012

Valencia (y IV). La Albufera, oxígeno para descongestionar

Casi podíamos sentir cómo el tiempo parecía haberse detenido, y eso que sólo nos encontrábamos a diez kilómetros de 800.000 valencianos.
A ritmo de bicicleta habíamos cruzado lo que queda del Turia, enlazado una playa tras otra- tan solitarias en Diciembre que dos perros podrían disputarse su soberanía hasta la eternidad-, habíamos cruzado algunas de las malladas que aún perduran en la barra litoral (pequeñas depresiones entre cordones dunares, considerablemente más húmedas, donde la vegetación prolifera a sus anchas) y escapábamos de la horrenda visión del ladrillo, el Gengis Kan de la costa, también aquí, en uno de los pocos humedales aún sanos de nuestro Mediterráneo.
Nos esperaban el lago de La Albufera- casi 24 km², pese a los continuos drenajes- y su coqueto embarcadero de madera, el maravilloso sol de invierno, los martinetes, cormoranes, garzas reales y garcetas. A nuestra espalda quedaba el vaso comunicador entre mar y lago, la Gola del Pujol. Las bicicletas estaban apoyadas sobre la pared encalada de la comunidad de pescadores, apenas una caseta; en la mochila aguardaban el bocadillo y la fruta, esperando ser devorados. De repente toda Valencia se convirtió en un idilio de pequeñas barcas con sus laboriosos pescadores ocupados entre las redes, una lámina de agua lisa y destelleante, un cielo explayado en azules y quemado en amarillos, aves migratorias expectantes y la profunda sensación de no necesitar más que hincarle el diente al jamón.

20 de octubre de 2012

Valencia (III). La Albufera, oxígeno para vivir

Gestionar y manejar ecosistemas in situ es una tarea harto complicada. El conocimiento humano aún está desentrañando las sinergias del medio natural y los seres vivos, y por si fuera poco necesita controlar su evolución en ambientes que torpedea constantemente con alteraciones antrópicas y en un escenario climático de cambios imprevisibles y desconocidos. Resumiendo, se parece más a plantar un huerto y que crezcan tomates en el Everest que a freír un huevo.
La Albufera de Valencia, espacio protegido desde 1986, es un área donde históricamente las relaciones entre el hombre y la naturaleza han sido complejas. Aquí perviven actividades tradicionales de caza, pesca y, sobre todo, agricultura, que han sido las que han proporcionado el sustento y fijado a la población en la zona. Una economía fuertemente apoyada en el cultivo del arroz que a la vez ha sido causa de adaptación y cambios en el paisaje.
Al importante valor ambiental de uno de los humedales más destacados de España hay que añadir la presencia de una gran aglomeración urbana, el desarrollo de sus infraestructuras, usos intensivos industriales y el contexto de relaciones con su entorno, especialmente por el explosivo crecimiento y la explotación del turismo y el ocio en el litoral mediterráneo.
Pero además de lo que es obvio, con la naturaleza siempre nos llevamos sorpresas. Durante nuestra visita a La Albufera nos quedamos atónitos viendo cómo miles- y miles- de lisas (Mugilidae) se agolpaban hasta el hacinamiento en las acequias de El Palmar- al sureste del lago- buscando oxígeno, peleando por él y huyendo de aguas negras; extrapolado a los humanos sería un drama personal, una tragedia colectiva, una catástrofe. Al parecer, la restricción europea a quemar la paja del arroz provoca que en su pudrición se desprenda metano, lo que irremediablemente conlleva la pérdida del oxígeno que contiene el agua. ¿Cómo controlarlo? ¿Cómo poner límites a la actividad humana? ¿Hasta dónde aguanta el medio natural? ¿Normativa de qué tipo y a qué escala? Sería más sencillo conseguir los tomates del Himalaya, eso seguro.

16 de octubre de 2012

Costa Este

Como Tarragona "es una de las pocas ciudades donde el sol no se pone por el mar"- desgracia que comparte con Barcelona, Valencia, Niza, Boston, Nueva York, Venecia, Atenas, Copenhague, Estocolmo, Dublín, Miami, Recife, Buenos Aires, Sidney, Macao, Shanghai, Tokio, Mombasa o Dar es Salaam, entre otras-, tenemos que cargar con la pesadumbre de disfrutar en los atardeceres de los tonos azules, malvas y rosas del cielo.
Que así sea...

14 de octubre de 2012

Punto de libro: "Cataluña", de Josep Pla. Un tesoro por 15€

Con un mapa soy inmensamente feliz. Así que con un libro de alto contenido geográfico, histórico, territorial, viajero, cartográfico y fotográfico en mis manos, circula alto voltaje por mis venas.
Me encantan los libros, rebuscar entre ellos, pasar sus páginas y oler su envejecimiento. Los que evocan territorios- paisajes, regiones, países o continentes- son mi predilección, ya sean relatos de viajes, aventuras, exploraciones, estudios de Geografía o antropológicos. Todo cabe. 
La chispa con este ejemplar saltó al encontrarlo en un puesto callejero, de esos que venden- casi regalan- libros que llevan años en las estanterías sin encontrar dueño. Fue verlo y saber que lo quería.
Josep Pla fue un escritor y periodista catalán- enamorado de su país (del francés "pays": "tierra"; de ahí "paisaje", por ejemplo)- que se desvivió por mostrarnos cómo es este rincón del mundo, su gente y sus costumbres, desde el conocimiento, el respeto, la experiencia, el contacto y la sensibilidad. Este libro- casi una enciclopedia por el detalle en el relato- es una joya por su delicadeza y riqueza descriptiva; cada vez que lo abro siento cómo me acerco a la tierra que describe con suma pasión, me evado en la rica y diversa Cataluña, transportado a sus montañas, pueblos, valles, costas, viñedos, bosques, pueblos y ciudades. Y los mapas son, sencillamente, magistrales.

10 de octubre de 2012

Valencia (II). Paella sin arroz, paella con marisco

Hay ciudad. A pesar del destrozo económico que han llevado a cabo los expoliadores, Valencia sigue siendo entretenida y recomendable siempre que no se junten su calor y humedad veraniegos.
Las ciudades, la vida y la sociedad, son siempre más reconocibles en los centros históricos- gente, movimiento, mezcla- que en los extremos y las periferias; zonas de transición al mundo rural que, habitualmente en España, están olvidadas hasta la indecencia. Y la solución no es, desde luego, la factura de "la Ciudad de los Monstruos y los Disparates". 
Construimos nuestro espacio en torno al patrimonio heredado y, en muchos casos (éste, sin duda) la preferencia por las grandes infraestructuras, proyectos y ambiciones metropolitanas para el crecimiento urbanístico de los ayuntamientos (contratos, comisiones), llevan irrevocablemente al olvido de lo tradicional, lo histórico, y que con más premura necesita cuidado e intervención.
En Valencia, al margen de haber eliminado el río y poner refuerzos especiales al balcón del Ayuntamiento para que su sobredimensionada alcaldesa salte como una ternera de Navarra, no se han acordado mucho de sus contribuyentes mientras malgastaban dinero en otros menesteres. Menos mal que sigue teniendo edificios elegantes, fachadas barrocas por doquier, un casco antiguo del tamaño de la Enterprise, un callejero enrevesado y su Miguelete, el campanario de la catedral donde quedarte sordo sin enterarte.