11 de febrero de 2013

Huesca (II). Jugando a reyes de Aragón

Tras la visita urbana, la excursión campestre; siempre se puede buscar un hueco para escapar del asfalto y ver las cosas desde otra perspectiva. Nos costaba un madrugón para coger el autobús a Quicena, un pequeño pueblo separado de Huesca por un polígono industrial y algunos campos de cultivo, pero a cambio nos regalaba un amanecer, sus cambiantes colores y los primeros rayos del sol en la cara, entre tierras de secanos agostados y en barbecho.
Hasta el abandonado Castillo de Montearagón no había más que pasear disfrutando del frío viento del alba, camino de muchos lugareños en sus mañanas de jubilación o del paseo perruno de turno. Uno de esos sitios donde definir el ruido como el suave eco de un ladrido entre el baile de las espigas.
Sus muros arrumbados se asoman al corazón de la Hoya de Huesca, transición entre el cauce del Ebro y el piedemonte pirenaico, ya visible desde aquí en el imponente Salto de Roldán, proa del Parque Natural de la Sierra y los Cañones de Guara y puerta de paso del río Flumen. Tierra de castillos- como el de Loarre-, cereal y moles de piedra cuajadas por angostos cañones y barrancos.
Los sillares y torres de la fortificación cuentan historias de reyes aragoneses, intrigas y batallas medievales, pero ni el hecho de ser Monumento Nacional desde hace ochenta años lo salvan de la decrepitud, como un fruto putrefacto a la intemperie. Su visita es libre, sin límites ni control, porque en este tierra también se ha preferido que el progreso se parezca más a una línea de AVE que a conocer el otro lado del cortijo.

2 comentarios:

  1. Pues bueno, por lo que vemos, mereció la pena el madrugón... Me gusta el reportaje que has realizado.

    Un saludo...

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    1. Cada vez disfruto más de los amaneceres; incluso desde el trabajo, que ya es decir... Éste, en concreto, fue delicioso por la serenidad que envolvía todo.
      Saludos.

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