Estambul es sin lugar a dudas una puerta en Europa a un mundo distinto, y en cinco días hay tiempo suficiente para descubrir infinidad de detalles en sus calles y lugares: son muchas las horas para caminar, descalzarte una y otra vez a la entrada de las mezquitas y asombrarte con el colorido y las formas de sus azulejos y alfombras, admirar de cerca y de lejos sus minaretes rasgando el cielo, oler y probar especias y frutas turcas, entrar en mercados atestados de puestos llenos de género y tenderos de cualquier insólito gremio que todo lo venden, sorprenderte con la vida comercial que el mundo musulmán desarrolla en la calle, escuchar a los muecines serenar con su canto hasta a las almas más inquietas, ver la ciudad paralizarse ante tus ojos por la efeméride de Mustafa Kemal Atatürk o barcos que se desplazan de un lugar a otros como si fuesen autobuses urbanos llenos de pasajeros que han tenido que correr en el último minuto para no perder su "metro", cruzar puentes repletos de pescadores sobre el Cuerno de Oro, sentir la tensión en la Plaza Taksim y hasta verte reflejado en el "ojo de Alá", el amuleto contra el mal de ojo que se vende hasta debajo de la decoración navideña de la ciudad.
La antigua Bizancio y luego Constantinopla es hoy la ciudad más grande y poblada de Turquía, aunque no su capital. Su población metropolitana es de casi quince millones de habitantes, que viven a caballo entre dos mundos separados por una estrecha franja de agua que en algunos puntos llega a ser sólo de 750m de anchura o 36 de profundidad. El Bósforo separa los continentes europeo y asiático, pero permite el flujo marítimo entre el Mediterráneo y el Mar Negro, previo paso de los Dardanelos y el Mar de Mármara. De repente dejo volar la imaginación y me pierdo con recorridos en barco atravesando estrechos, en estas latitudes o más a septentrión.
Acostumbrados como estamos en nuestro mundo ordenado a recibir en las oficinas de turismo montones de folletos que explican todo lo básico en cuatro o cinco idiomas, resulta un poco caótico tratar de saber cómo funcionan los paseos en barco por el Bósforo. Lo lógico pierde su sentido en Estambul, y a salto de mata logramos saber la hora, el precio y lugar del que parten los cruceros. Dedicar casi un día entero a pasarlo sentado en un barco haciendo un mismo recorrido de ida y vuelta parecía a priori perder un poco el tiempo, pero a la postre ha terminado por ser una de las experiencias más dulces de los días en Estambul.
Cuando te alejas del muelle de Kadiköy te despides con nostalgia del perfil tan característico de la ciudad, con las más imponentes mezquitas y sus altos minaretes como estandartes del perfil urbano, pero pronto el mar te envuelve y abraza con su sereno mecer, tu atención se detiene en el Palacio de Dolmabahçe, el muelle y la más que hermosa mezquita de Ortaköy, el barrio de Besiktas y los dos inmensos puentes que se tienden entre Europa y Asia, sólo aptos para vehículos a motor. Paulatinamente van apareciendo barrios residenciales, ciudades conurbadas como Üsküdar e inmensas banderas turcas sobre el perfil de las colinas que caen directamente sobre el agua o, como mucho, a un humilde embarcadero. Nos cruzamos con pequeñas barcas pesqueras y enormes portacontenedores que hacen sonar su señal de aviso. El viento acaricia las mejillas, refresca la nariz y la frente, despeina a los más presuntuosos y libera los problemas de la mente. El olor a mar y el sonido de cormoranes, gaviotas y vencejos buscando alimento entre el oleaje que despierta el surco del barco, te transportan a la relajación. El agua se pierde en tonos azulados con destellos cristalinos mientras desde babor, estribor o la cubierta superior empleamos a fondo los sentidos por lo acaparador que resulta siempre lo novedoso.
Finalmente, tras varias paradas, llegamos a Anadolu Kavagi, donde tenemos tiempo para comer acompañados de perros y gatos de mirada triste y piel sucia, y subir a unas ruinas desde la que, mientras le damos la espalda a una lejana Estambul y al Bósforo, plantamos los ojos en el Mar Negro, que se pierde en un horizonte punteado de grandes barcos de mercancías; momento éste para que la imaginación vuele a Constanza, el delta del Danubio, Odesa, Crimea, Sevastopol y todo un mosaico caucásico que se antoja extravagante y apetecible para cualquier corazón inquieto y ávido de emociones. Le Geografía despierta el sentido de viajar: estrechos, mares, montañas, ríos, ciudades; dondequiera que señales en un mapa habrá un camino por realizar.
La vuelta es más placentera si cabe, disfrutando cada instante sabedores de la inmensa belleza de esta ruta de paso, medio de vida para muchos, y de las imágenes que queremos fosilizar en la retina, como el desgarro que provocan en un cielo cada vez más anaranjado el Palacio Topkapi, las cúpulas y minaretes de Santa Sofía, la Mezquita Azul y la Mezquita de Solimán el Magnífico. Belleza abrumadora la del Bósforo, un capítulo inolvidable del viaje a Estambul.
Precioso viaje y unas estampas increibles... lo que da de sí una gaviola no? jjejeje.
ResponderEliminarAprovecho para desearos unas Felices Fiestas
Dondequiera que señales en un mapa hay un camino por realizar... precioso ^_^ Una crónica más que certera del viaje, doy fé de ello! Estambul merece la pena sin duda
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