8 de diciembre de 2010

Tarragona, química romana

A menudo los prejuicios nos llevan a engaño y es la realidad la encargada de desmontarlos. Tengo que reconocer que el nombre de Tarragona hasta hace poco sólo provocaba en mi cabeza la idea de una ciudad fea; desinformado y sin imágenes en mi retina era esa sucesión de sílabas la que me llevaba a pensar que no habría mucho que ver en ella. Sin embargo, una visita relajada por sus calles es suficiente para desmontar tal error.
Ciudad tranquila en apariencia, esconde una enorme complejidad y funcionalidad metropolitana: desde el punto de vista histórico, durante el Imperio Romano y con el nombre de Tarraco, se convirtió en una de las principales ciudades de la Península Ibérica, lo cual convierte a sus actuales habitantes en herederos de un rico y bien conservado patrimonio. Prueba de ello es la entrada en la lista del patrimonio mundial en el año 2000 de su conjunto arqueológico, principal argumento para la visita turística.
Su ubicación sobre un excelente puerto marítimo ha permitido que el comercio sea un factor decisivo en el desarrollo histórico de la ciudad, siendo actualmente uno de los más destacados nodos comerciales y de transporte de toda España. El carácter industrial de la ciudad se refuerza con la presencia del mayor centro petroquímico del país, cuyas proporciones rebasan desproporcionadamente las de cualquier complejo industrial que podamos imaginar, dejando apenas un triste suspiro entre hormigón y asfalto para que vierta al mar el río Francolí, con un intento de espacio público en sus postrimerías, de esos que están tan de moda a la espalda de las ciudades.
El ferrocarril ha permitido tradicionalmente su rápida y sencilla conexión con Barcelona y Valencia. Recientemente la ciudad se ha dotado en su extrarradio de una estación (Camp de Tarragona) para la línea de alta velocidad que conectará Madrid con la frontera francesa. No es la única infraestructura de transportes en alza: el aeropuerto de la cercana Reus recibe cada vez mayor volumen de turistas atraídos por la cercanía de la capital catalana y los complejos turísticos de sol y playa de Salou, así como el vecino parque de atracciones de Port Aventura. Seguramente en los meses de verano las playas de la propia Tarragona sean un hervidero de bañistas y sombrillas. Ya sabemos, las bonanzas del Mediterráneo se venden de maravilla, aunque de momento el cercano Delta del Ebro parece a salvo del turismo de masas.
Es sin duda el centro de la ciudad, sobre un pequeño promontorio, el que concentra el mayor atractivo para el paseante: restos romanos en abundancia, espacios museísticos, coquetos palacios privados, la Rambla Vella y unas estupendas vistas que se pierden entre las calmas olas latinas, sus finas arenas y un cielo sereno, composición sólo quebrada por el intermitente paso de grandes barcos. Calles, escaleras, fachadas, pórticos, plazas y pequeñas sorpresas ayudan a degustar el camino.
En las afueras, escondido entre los últimos edificios de la ciudad, las nuevas urbanizaciones de viviendas adosadas y la autopista, se encuentra el acueducto romano, ahora recubierto de andamios. Gracias a la pésima señalización y la escasa atención que parecen prestarle las autoridades locales, resulta más fácil echar una rápida ojeada desde la AP-7 que perderse en el bosque que lo rodea. La fortuna del monte mediterráneo es que siempre aparecen "invitados" excepcionales.

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