Tenía ganas de una ruta larga, de las que te dejan cansado, sobre todo cuando le has perdido el hábito a cuatro horas encima de la bicicleta y hace mucho que no has estirado las reservas de glucógeno de tus piernas. El día estaba feo, pero quería rodar y rodar, con constancia, sin subidas duras pero tampoco sin relajarme.
Tras los primeros kilómetros llanos llegan las curvas del Garraf, con sus entretenidas curvas y repechos colgados de los escarpes montañosos, entre el mar y la roca. Una vez pasado Sitges el paisaje empieza a cambiar tan pronto como viramos hacia el interior: el bosque mediterráneo aparece más denso en las laderas y en las zonas más llanas empiezan a proliferar las vides que tan famoso han hecho al Penedès.
Cuando llegamos a Vilafranca volvemos a cambiar de dirección y bordeamos por su cara septentrional las montañas del Garraf, en largas y tenaces rectas que no son más que un preludio de la subida al puerto del Ordal. Se trata de una larga, constante y leve subida que sólo se acentúa en sus últimos kilómetros, hasta casi exasperarnos por el poco entretenimiento que ofrece.
De ahí al industrioso valle del Llobregat todo es bajada, rápida en tramos de carretera abierta y muy lenta en las travesías urbanas, hasta llegar a Molins de Rei. Pese a llevar tiempo sin hacer tantas horas de bici decido olvidarme de la versión sencilla y llana que completaría el recorrido e irme por la montañosa: mi querida Collserola. Subo la plácida y agradable Santa Creu d'Olorda y remato con el Tibidabo, techo de la etapa, antes de bajar a Barcelona y dejar tras de mí un rosario de kilómetros ensimismado dando pedales.
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