Normalmente nos bastan los elementos más sencillos para dejar saciado a nuestro espíritu y relajar nuestra mirada, perdiéndola en cada guiño que nos hace la naturaleza, en sus pequeños detalles o con paisajes que se escapan de la órbita del cuello. Estamos acostumbrados a saciarnos con infinitas necesidades materiales, pero hay insondables pozos emocionales que la ciudad, la tecnología o las peluquerías no pueden cubrir, por mucho que la leche nos la anuncien con verdes prados alpinos o que la telefonía se asocie a libertad.
Este es el motivo por el que en cuanto nos sueltan entre árboles nos relajamos y disfrutamos, haraganeando o subiendo al Monte Cervino, cada uno a su estilo. Unos pocos olores a pino, lavanda o una racha de viento que ha cruzado una granja nos evocan una vida que no tenemos, y el subconsciente toma sus represalias, deteniendo y emborronando todos nuestros pensamientos.
Algo así, sin límites, es lo que sucede en el Lago Inle: agua, madera, montañas y bosques. Un paisaje tan primario que parece imposible que siga vivo y libre de insultos.
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