5 de enero de 2013

Islandia (XV). Lo que cuesta un frailecillo

Un viaje siempre tiene unos lugares y objetivos que justifican el esfuerzo; visitarlos es una recompensa. Nadie se plantea, por ejemplo, ir a Roma y no ver el Coliseo. Nosotros en Islandia queríamos ver frailecillos, puffins, una simpática y entrañable ave marina con aspecto de peluche y no más de dos palmos de altura, desconfiada, escurridiza, que anida en escondites rocosos de la costa y que come peces a granel.
En las cercanías de Vík, entre Reynisdrangar y Dyrhólaey, no hubo manera de encontrarlos. En Djúpivogur, poco antes de Berunes, llegamos tarde para embarcar hacia la isla de Papey; se nos agotaban las oportunidades.
Con el mal tiempo sobre las orejas y tras 50km de pista hacia nuestro alojamiento, apenas nos quedaba por superar un collado de unos 400 metros de altitud. Como las nubes estaban muy bajas, a poco que subimos, empezó a llover y, enseguida, a caer aguanieve. El camino no era peligroso en condiciones normales, pero un presentimiento me recorrió: encontrarnos bloqueados al día siguiente por una nevada en un confín islandés; sin salida por tierra, mar o aire, en un pueblo remoto de 150 habitantes, entre vertiginosos barrancos costeros.
Cuando llegamos a nuestro hostal, una casa que compartíamos con un grupo de voluntarios ambientales, el encargado nos comentó que podíamos encontrar frailecillos al final de la carretera, varios kilómetros más adelante. Efectivamente, allí, en la última Thule, junto a un diminuto puerto pesquero y sobre una roca cubierta de hierba moteada por mil escondites, se encontraba la zona de reserva donde anidaban.
Soportamos viento y lluvia gélidos, pero nos lo pasamos pipa viendo desde lejos sus patosos despegues y los simpáticos paseos a lo Groucho Marx, de apariencia pensativa con las alas recogidas y la cabeza inclinada hacia delante. Por la experiencia, el lugar y sus habitantes, se ha convertido en una bellísima vivencia que recordaremos siempre.
¿Y qué pasó al día siguiente?

Llovía con suavidad y persistencia. Pasamos una zona en obras y la subida se empezó a teñir de blanco; 3, 2, 1ºC, copos como soles. La pista se cubrió con una capa de nieve cada vez más gruesa hasta que el Qashqai empezó a patinar. Era imposible continuar y también dar la vuelta, así que nos dejamos caer con prudencia, soltando el freno y siguiendo nuestra propia rodada para evitar el abismo de la derecha. Pasó una camioneta con ruedas de gigante (como un gran danés al lado de un chihuahua) y le preguntamos a su conductor por nuestras posibilidades; amablemente nos dijo que él mismo avisaría para que viniese una quitanieves.
No había pasado una hora cuando allí, en lo más remoto de la isla, estaba el operario trabajando con su máquina. Nos colocamos detrás y pasamos, con diligencia pero sin desprendernos aún del susto, sobre una capa de agua, nieve y hielo que todavía me retuerce el pescuezo. En aquella hora escasa sólo pudimos consolarnos pensando this is not Spain; y menos mal. Fueron dos kilómetros y 400 metros de altitud, pero también será una experiencia para toda la vida.

3 comentarios:

  1. Encantadores pollos, realmente una aventura inolvidable, supongo que en aquel momento perdidos en mitad de la nada se escuchó de todo menos carcajadas, esas son las historias de viajes que vale la pena escuchar mientra se refresca el gaznate redeado de amigos.

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    1. El nivel de acojonamiento era severo, y sobre todo estábamos tensos por la incertidumbre de no saber cuándo podríamos salir de allí. Tratamos de hacerlos bajar del cuello aprovechando para desayunar unas galletas... pero ni así.
      Si esto mismo me pasa en España sé que no salgo ese día de allí, y posiblemente, viendo lo remoto del lugar, ni en medio invierno.
      ¿Qué pasa con erziados?

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    2. Lo tengo muy olvidado por otros temas, de todas formas tengo buenos sitios guardados en Google Earth que cuantito pasen las fiestas postearé con mucho gusto. Gracias por preguntar y seguirme caballero.

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