Así me lo recomendó mi abuelo, y no se equivocó.
Casi al fondo del valle del río Llobregat, en una amalgama de núcleos de población, industrias, carreteras, tendido ferroviario y pequeñas parcelas agrícolas constreñidas entre todo lo anterior, descansa, plácida y tranquila, la Colonia Güell. La impresión al llegar allí es más parecida a la de estar en un pequeño pueblecito de campiña que a su realidad inmediata, en el corazón industrioso de una imponente área metropolitana. Calles casi vacías con unos pocos niños en bicicleta, coches dormidos y unos pasos despreocupados que cruzan de una acera a otra sin temor al atropello; la tranquilidad que se vive aquí invita al paseo sin prisas, ¿dónde estamos?
A finales del siglo XIX Eusebi Güell decidió trasladar las industrias textiles de las que era propietario en el barcelonés barrio de Sants hasta aquí, con el objetivo de dar cobijo, además, a sus trabajadores, familiares y toda una serie de servicios a su disposición: escuela, hospital, cooperativa, fonda, comercios, teatro... todo un ejemplo de empresario filántropo.
El proyecto, como no, fue encargado a Gaudí, que tomó el reto personal de construir la iglesia de la Colonia, fruto del fuerte sentimiento religioso que profesaba. De su particular y original modo de entender la arquitectura nos queda el legado de la cripta- lo único que se llegó a construir-, ubicada en una pequeña colina que se eleva sobre el conjunto. Es sin duda lo más visitado del núcleo, casi como cualquiera de sus creaciones allá por donde pasó. Variedad de formas, materiales, colores y ángulos llaman la atención, tanto dentro como fuera del edificio y, como siempre, no dejan indiferente a nadie.
Tras la venta de la propiedad por parte de los sucesores del insigne empresario y los vaivenes del sector textil, lo que hoy queda es una pequeña población de apenas 800 habitantes de un entorno envidiable que recibe un incesante goteo de visitantes en la búsqueda del sello Gaudí, tras la pista de la huella Güell.
A mí me encantó el sitio, no sólo por la tranquilidad y el color del campo, que ya es mucho, sino porque es uno de ésos sitios en los que todavía queda imaginación en las fachadas, y en los que pasear es más que caminar, es disfrutar admirando lo que vas conociendo.
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