Como si el asfalto y el hormigón no existiesen. Como si el comercio de gran superficie estuviese sólo en las películas americanas. Como si el regadío no hubiese evolucionado desde las acequias musulmanas. Como si para exhibir lo que la naturaleza te ha dado no hiciese falta convertirlo en lujo y parafernalia.
Entre empinadas callejuelas empedradas, peinadas en sus bordes por ruidosas regaderas a los pies de las típicas batipuertas de su extraordinario conjunto histórico, se levanta sobre bloques de piedra Candelario, en las faldas de la Sierra de Béjar. La montaña, mordida por la erosión de pretéritos glaciares, es sólo un extremo del macizo de Gredos, el último grito del viento antes de enfrentarse a las llanuras castellana y extremeña, las Hurdes, la Sierra de la Peña de Francia y los jamones de Guijuelo. Aún así, sobre el Jerte y el Ambroz, la tierra se rebela, pelada, sobre 2.400 metros.
Siempre es necesario volver a los orígenes, recordar lo que somos- el todo y la parte-, volver a escuchar nuestros latidos sobre los verdes que florecieron en la juventud, en lentos paseos conjurados al eco del bastón tras las esquinas. Donde el tiempo se detiene y no marchita, donde el aire fresco te da aliento y fuerza, donde una mirada cansada y vidriosa escruta toda una vida de sacrificios, obstáculos y victorias, donde el alma declara su felicidad con la atronadora voz de la expresión.
Llevaré a mis hijos y nietos a Candelario, y a ellos les contaré historias de la Guerra Civil, de los veranos allí de mi abuelo con sus hermanos, de optimismo y vitalidad, de cómo era el mundo sin prisas...
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