17 de abril de 2012

Friburgo, verde de serie

Siempre aparentan tener algo que decir, desde que el alba despierta las primeras sombras sobre los tejados, hasta que el crepúsculo poniente declina sus vagas luces entre las suaves colinas alzadas en verde. Son los puntos fijos de este Sur, alemán, que abre- aquí- el telón de la Selva Negra.
Como niños que pelean por una piñata, los dos titanes de Friburgo- la torre de Schlossberg y su catedral gótica- muestran con desdén sus radicales fuerzas de piedra, madera y metal, robustas simetrías que sólo el bosque y las calles viejas consiguen apaciguar. Igual que en una partida de ajedrez, las viejas puertas de acceso a la ciudadela amurallada cumplen su papel estratégico (Suabos, Martin y Breisach): durante la noche todo queda tan tranquilo que hasta un ratón husmeando puede escucharse desde lejos.
El suelo empedrado es una alfombra para las costuras de hierro que mueven a esta ciudad universitaria, heterogénea y feliz, final de trayecto para el repiqueteo del tranvía y de su campanilla juguetona; un vivo masaje para las mil y una bicicletas; una excusa tras la que esconder canaletas de agua tan fresca como el primer aire de la mañana. Delicioso strudel.

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